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Voces

¿Palabras rancias al viento?

No hay que ser especialmente curioso para escuchar las conversaciones de la gente en espacios públicos. Las palabras fluyen sonoras capturando la atención de incluso quien está distraído. A veces es una sola la que llama la atención. Se recoge fuera de contexto, pero al escuchante le queda la curiosidad de cuál sería el tenor en que fue pronunciada, algo que nunca podrá reparar salvo que alguien le pasara la improbable grabación del parlamento. Queda así un espacio para la especulación o, mejor, para dar rienda suelta a la imaginación.

Suponer qué antecedió y qué seguiría. Intuir la respuesta del acompañante. Sopesar, por otra parte, el tono con que fue pronunciada. Entender que el acento en una sílaba, quizá gramaticalmente indebido, prefiguraba una toma de posición que hacía aún más complejo lo dicho. Y qué decir si, además, por prudencia o educación o vergüenza, uno no vuelve la cara para ver el rostro de quien la expresó, valorar su lenguaje no verbal, quedando pronunciada por alguien aún más anónimo si cabe.

En La ventana indiscreta, el memorable filme de Alfred Hitchcock de 1954, James Stewart interpreta el papel de un fotógrafo que, convaleciente en una silla de ruedas, contempla desde su apartamento la vida que los vecinos del inmueble de al lado muestran por sus ventanas. Un único “no” seguido del sonido de unos cristales rotos dan pie a la trama. La solitaria sílaba gritada con desgarro posee una elocuencia en la magistral puesta en escena de todo lo que seguirá a continuación.

Veinte años más tarde, Francis Ford Coppola en La conversación construirá un relato en el que Gene Hackman interpreta el papel de un espía profesional que, en este caso, quiere escuchar más de la cuenta complicándose enormemente su existencia. Palabras que las trae el viento, palabras robadas, a las que distintas personas les dan sentido logrando desentrañar un enigma o, en otras ocasiones, dejando la duda para siempre.

Universidad Autónoma de Nuevo León. Monterrey

Mi colega me cuenta que hace unos días al salir de la Facultad llevaba sus pensamientos enredados en los mensajes que habían quedado pendientes de contestar y quizá también en la pregunta que le hizo una alumna en la clase sobre la que tenía dudas de haberla respondido de manera suficientemente convincente. Cuatro chicas caminaban detrás, relativamente cerca. Mantenían una charla animada, algo ruidosa, pero el tono no era de chanza. Entonces lo escuchó meridianamente. Entre toda la alharaca una de ellas dijo: “mi novio es mío”; una segunda agregó: “por ahora”. No volvió la cabeza, apresuró el paso y se quedó con el runrún. Desasosiego. ¿Era cierto lo que había oído? ¿Estábamos avanzados en el siglo XXI? ¿Qué edad tendrían? Como pensó que podría olvidar las palabras precisas escuchadas se paró para anotarlas en la libreta que siempre lleva consigo. Quedó atrás viendo al grupo alejarse.

Lo relata con incredulidad a la vez que me enseña su anotación. Me dice que va a escribir algo, pero no sabe qué, ni siquiera cómo comenzar y menos cómo terminaría. No quiere que esas palabras se las lleve el viento.

Una conferencia entre nenúfares

Un pequeño parque cualquiera en una ciudad cualquiera de América o de Europa. Una tarde entre semana. No importa el día. Hace calor. Niños, en cochecitos, aupados a sus padres, cogidos a los abuelos de la mano. Personas mayores que caminan con cuidado, que ocupan los bancos en la penumbra de las veredas. Algunas están solas, hay parejas que mantienen una charla sosegada. Palomas, patos. Álamos, castaños de indias, acacias, prunos, plátanos, sauces, robles, flores. Un kiosco central con un grupo que entretiene con canciones infantiles. Un estanque. No siento el fluir del tiempo.

Sentado a la sombra, mi joven compañero de banco, en pantalón corto y con cascos, lee un libro. Pienso si es eso lo que echo en falta, si es que añoro algo para paliar el sentimiento desvalido. Todo está quieto, solo la brisa importuna a las ramas que se dejan mecer con recato. Ni siquiera la tormenta a la que el bochorno invita puede por el momento deshacer el equilibrio. Vivir sin leer, escribo.

Me cuesta entender el sentido de esta armonía en un mundo que bulle por doquier, que arrostra el conflicto como una secuencia ininterrumpida de actos violentos cuyo sentido pareciera ser insoluble, el cuento de nunca acabar. La guerra como culminación del apremio en que vivimos. Las banderas, los idiomas, el color de la piel, las creencias religiosas, la desigualdad económica enmarcan el escenario de la liza que causa desasosiego. Desde la política al más mínimo nivel hasta los flujos financieros que no cesan de moverse. Desde la incuria del hambre hasta el brutal desamparo de quienes son excluidos sistemáticamente. Desde los sin trabajo hasta los doblegados por la violencia sin límite, sea del cuño que sea. Comprender ese desfase supone poseer una inteligencia que no tengo, o una sensibilidad que una y otra vez se ahuyenta de mí. Se trata de la difícil conjunción entre la poesía y la prosa. Una contraposición que sé que es forzada, pero a mí me sirve.

Cuando llega mi turno de palabra en la conferencia a la que estoy invitado -no importa el sitio, no importa el tema-, se produce un silencio porque en mi cabeza se da una refriega entre aquellos asuntos aparentemente triviales y las supuestas cuestiones sesudas que explican la presencia de la audiencia y la mía. ¿Seguro que es así? ¿Por qué lo sé? El hiato apenas dura unos segundos. Enseguida las palabras fluyen de mí, como siempre; de acuerdo con el guion preestablecido del relato atraen la atención, o eso creo, de los asistentes.

Aunque todos los presentes lo saben, nadie tiene en cuenta la armonía de aquel lugar universal de árboles frondosos, de niños que juegan y mayores que hablan, o, simplemente sienten, sin darse cuenta, el manar parsimonioso de la vida del que también son testigo las aves y el surtidor enhiesto del estanque del parque. Yo tampoco. La perorata aflora de forma natural y todos nos ensimismamos con el frío diagnóstico de la realidad, las potenciales causalidades, los escenarios futuros a partir del conocimiento comparado. Verborrea.

El desdén

Universidad de las Américas de Puebla. San Andrés Cholula

Las palabras poseen matices que ayudan a definir mejor la realidad – ¿o es la realidad la que genera las palabras? – Son producto de una arquitectura milenaria articulada a través de experiencias muy variadas que, a su vez, incorporan en su seno las respuestas con sus consiguientes dosis de éxito o descalabro. Las palabras constituyen un ejército muy numeroso de palomas mensajeras que pareciera moran en un palomar sin gobierno. Un nido encastillado donde se entrecruza el ir y venir, en el que un falso albur es aparente responsable del (des)orden. Las palabras son sinónimos de la voz. De hecho en México te dan el uso de la voz antes de que hables mientras que en España lo usual es darte el uso de la palabra.

Hay disciplinas que se ocupan de ello con fruición, como la lingüística o la filología, usando un método de aproximación que confiere rigor científico y cierto grado de predictibilidad a su tarea. Otras, la mayoría, son subsidiarias. Se enfrentan con temor a las palabras que tienen que determinar con tino; se necesita, en aquel momento, que las que alcanzan un cierto nivel conceptual se racionalicen haciéndose prácticas. La ciencia política es una de esas disciplinas.   

Los estudios que tienen por finalidad entender la democracia, sus códigos a la hora de definir determinadas instituciones o el papel que juega en la sociedad han aumentado exponencialmente en las últimas décadas. Ha sido entonces cuando han aparecido diferentes términos aplicables a situaciones nuevas o que se definían con complejos entramados atinentes a los propios problemas abordados. Así, surgieron palabras vinculadas al mundo de la política como desconocimiento, desconfianza, desencanto o desafección. Trataban de precisar actitudes de la gente para con la política y se arrancaban al acervo del diccionario con interpretaciones precisas acopladas en torno a modelos del comportamiento político. En este caso estas voces hoy se asocian con patologías de la representación, tanto desde el funcionamiento de la oferta como de las actitudes y acciones de la demanda.

Hay, no obstante, una palabra profundamente castellana cuyo uso para esos menesteres ha sido marginado hasta el momento. Contiene en el universo que abarca un sentido último de que quien lo hace es porque tiene una alternativa que considera más válida, y quiere, además, advertir a la audiencia de que su inconformidad, mezclada con una pizca de disgusto, justifica de sobra la acción. Su práctica es habitual en las relaciones sociales y no pasa desapercibida, aunque normalmente no llega a suponer un serio agravio.

El desdén es un gesto mohíno, insignificante, pero, como si de una pirueta infantil se tratara, dice mucho de quien lo ejecuta y casi nada del que lo recibe; sin embargo, a veces escuece al desdeñado y quien desdeña puede sonreír, efímeramente, en su interior. En ese escenario controvertido me pregunto, no obstante, si no es la lógica “del desdén con el desdén se paga” el inicio de la espiral de la pérdida de confianza y, por ende, el preludio de cualquier quiebra sistémica. La suave humillación que todo desdén contiene abre entonces un camino hacia un precipicio del que resulta muy complicada la vuelta atrás. A veces concluye dando sentido al discurso del odio. Si es así, ¿podrá la ciencia política operacionalizar el desdén?

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