Distracción

Es curioso que el ensimismamiento rara vez conduzca a la atención. Casi siempre produce una dispersión que puede dar lugar a una visión caótica del derrotero; además, viene acompañado por un estado emocional confuso que hace difícil no solo la concentración sino a la postre el equilibrio que parecía preludiar. Aunque es común escuchar que la persona ensimismada es un manojo de virtudes, más bien creo que es alguien que en su introversión oculta una tormenta de tensiones incapaces de aflorar a la superficie. Asimismo, el aura de soledad que suele cubrirla, incluso en medio de la multitud, me parece que no es sino un disfraz de quita y pon para determinados momentos de la vida.
Otra cosa es la naturaleza de quienes por un pequeño despiste causan una catástrofe, o de quienes se dicen estar frecuentemente en Babia. Algo que me recuerda mi amigo a propósito de los problemas que tenía en el colegio que le condujeron a numerosos incidentes alguno de ellos gracioso como llevar calcetines de distinto color o contestar al profesor lo que había preguntado al compañero anterior y no lo que le estaba preguntando a él. Mi amigo me dice también que las personas distraídas lo pasan verdaderamente mal al ser incapaces de manejarse con tanta clave y contraseña como ahora hay ante cualquier gestión o a la hora de utilizar los numerosos dispositivos que las tecnologías ponen a su alcance.
En la pandemia, mi amiga me contó que permanecía largos ratos mirando por la ventana de su casa, pero no detenía su vista en nada. Simplemente se dejaba llevar en lo que casi era un acto de meditación pues solo le faltaría acompasar la respiración adecuadamente. Me dijo que ese ejercicio de distracción, que no habría ido con su forma de ser hace meses, le relajaba. No lo hacía porque buscase ese alivio particular. En realidad, ignoraba el motivo, pero al menos a media mañana, cuando estaba a punto de oscurecer y en algún momento durante la noche buscaba un proscenio para perder su mirada en el que no importaba lo que estuviera sucediendo. Entonces, el tiempo suspendido, el suave silencio que emanaba de entre el ruido de la calle, así como la percepción de la inanidad de su vida le sosegaban dulcemente.

No obstante, la sociedad de consumo es testigo de la expansión del entretenimiento masivo. Algo que en aquellos días de la pandemia se consolidó de manera exponencial en las muchas horas de distracción dedicadas para refugiarse del temor ante la incertidumbre. Una práctica que no terminaba de adueñarse de mi tiempo de ocio -la contracara del que supone el negocio. He leído hace poco a Louis Aragon y una frase suya me ha impactado: “estáis esperando una distracción de alguien que jamás se ha distraído de sí mismo”. A nadie corresponde sacar del tedio a sus semejantes, llenar sus horas de conjeturas, de anécdotas o de historias de medio pelo. Pero lo que es más peliagudo, ni siquiera a uno mismo ¿O sí?
El repaso
El paseo vespertino se había hecho rutina. Llegaban rápidamente al río y caminaban al principio con cierta energía hasta alcanzar el puente nuevo donde comenzaban el regreso, pero ahora por la otra orilla; entonces el ritmo se suavizaba y la conversación que antes había sido de monosílabos cobraba fluidez. Algunos recuerdos, pocos, salteaban los comentarios sobre las noticias del día vinculadas a asuntos familiares o a la actualidad. Nunca hablaban de política, aunque la rozaban al abordar asuntos de la economía o problemas sociales. En ambos frentes las pensiones ocupaban un lugar destacado sin dejar de lado la eutanasia, asunto que no terminaban de tener claro. Posiblemente lo que más les apasionaba era charlar de cine, un terreno en el que rivalizaban haciendo un ejercicio insólito de memoria para citar listas de actores y los nombres de los personajes que interpretaban, sin soslayar los títulos de películas en su idioma original.
Pero ayer el paseo quedó cojo. Su colega de andanzas no apareció y tras la espera acordada de cinco minutos inició el camino. Sabía que no debía demorarse pues en esa época los días eran los más cortos del año y detestaba que oscureciera durante el paseo. Es esa la razón por la que acomodan la hora de salida al calendario, siempre dos horas antes del ocaso. La soledad tan habitual en su vida de pronto adquirió un tinte diferente por cuanto que al soler caminar en compañía no era consciente del peculiar ensimismamiento que ello producía. La abstracción del paisaje y de las tonalidades de la luz, la fijación en el resto de los paseantes, así como la observación de las colonias de gatos abandonados, eran sustraídas por la atención que depositaba en su pareja andariega. Los largos silencios, el sonido cadencioso de las palabras, el significado de las frases, constituían un embrujo que ahora quedaba huérfano generando un hueco profundo que necesitaba llenarlo. Un cartel de un negocio al final de la calle poco antes de llegar al parque que linda con el río le advirtió de la proximidad del fin de año.

Sin saber por qué, maquinalmente, comenzó a repasar lo que habían sido esos doce meses. No se trataba de llevar a cabo balance alguno pues hacía tiempo que había declinado acometer ese tipo de ejercicio contable por banal. Una confusa secuencia de imágenes pasó por su cabeza sin atender ningún orden cronológico. Parecía ser más un sueño desordenado que un repaso cabal de lo mucho que había vivido, de todo lo que había visto, de las proclamas oídas, de las confesiones escuchadas. También recordó caras y sus expresiones. Supo que en ese momento daba más trascendencia a cosas que entonces soslayó. Rememoró un vuelo y la llegada a un aeropuerto al que aterrizaba por primera vez, así como la bella bahía sobre la que se erguía el hotel donde estuvo, pero no recordó ningún otro viaje. En el puente se cruzó con tres paseantes que llevaban mascarilla, fugazmente pensó que era irrelevante pues siempre habían llevado una.
Perdedoras
La pandemia dejó a mucha gente atrás. Ciertas bases de datos sitúan la cifra de muertes en el mundo, siempre compleja de calcular, en torno a 650.000 con más de 16 millones de personas infectadas, muchas de las cuales tendrán que convivir con severas secuelas de por vida. Pero hay numerosos seres humanos afectados colateralmente. Desde quienes se enfrentan con problemas psíquicos a quienes han perdido el empleo o visto cómo se arruinaba el negocio en el que pusieron tanto empeño. Son asuntos sabidos, todo el mundo está al tanto porque se escucha en las noticias, se lee en los mensajes o la referencia vecinal es próxima. Sí, la pandemia tiene un rostro humano cuya contemplación resulta insoportable, aunque el afán de supervivencia, unido al miedo rampante algo generalizado, azuce comportamientos egoístas que a veces hacen olvidar esa faceta.

En el mundo hay cerca de 67 millones de personas que se dedican al trabajo doméstico de las que el 80% son mujeres. Esa cifra en América Latina es de 18 millones siendo mujeres el 93%. La mayoría no tiene contrato de trabajo, la relación es puramente informal y carecen de protección legal. En muchas ocasiones, los desplazamientos desde sus viviendas a las de sus empleadores y el regreso son pesados y consumen varias horas. Limpian, cocinan, cuidan de niños y de ancianos. El hecho de ser gente que se traslada desde barrios extremos a otros, en transporte público hacinado, y de convivir con personas mayores, los convierte en individuos que pisan permanentemente la zona fronteriza del riesgo. Pero su actividad no puede decaer, su subsistencia y la de sus familias depende de ella.
Jesusa tiene 86 años. Desde que se casó ocupa una vivienda de protección oficial. Cuando enviudó hace cinco años sus hijos la propusieron mudarse a una residencia. Ella no quería ser un estorbo, pero estaba a gusto en el barrio y con los vecinos, aunque fueron cambiando en los últimos tiempos. La solución intermedia fue Marcela, una emigrante desde 2003 treinta años más joven. Marcela hace una jornada de trabajo de 10 horas cinco días por semana. Desde su casa a la de Jesusa tarda una hora en transporte público. Jesusa y Marcela hablan mucho, intercambian sus experiencias, procuran salir todos los días a dar un paseo, una práctica que se interrumpió por San José. Los fines de semana quien la cuida es Jeanine, una sobrina de Marcela que vive con ella y una tercera mujer, Lydia. Jesusa está al corriente de lo que ha pasado en las residencias de mayores del país; no llega a jactarse de su suerte, pero valora la buena hora en que decidió no aceptar la propuesta filial. Las residencias de mayores alojan al 1% de la población rica del mundo, pero han acogido a casi la mitad de los fallecidos por la COVID-19. Hubo una semana en que Jesusa estuvo sola todo el tiempo. Lydia estaba contagiada y Marcela y Jeanine obligadas a guardar cuarentena. Nunca supe si tuvieron cobertura por baja.
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