El tiempo de la pandemia supuso para mucha gente una forma de vida de la que se carecía de experiencia. Tras el dolor y luego la incertidumbre, el confinamiento en mayor o menor grado fue la nota dominante. Dentro de las consecuencias más livianas de este estado de cosas se encontraba la canalización inconsciente de alguna de las prácticas que se habían dejado de hacer, ya que cuando un determinado modo de existencia se interrumpe abruptamente y de forma perdurable sus elementos constitutivos afloran por donde pueden. Se trataba de una manera de mantener rutinas que, cuando además constituían expresiones agradables del quehacer, se resistían a quedar relegadas sine die y buscaban cierta continuidad. Deseaban reivindicar el sentido que comportaban y, a la vez, clamaban por no caer en el olvido.

Los sueños son una palanca excelente para promover el mantenimiento del rescoldo generado por la hoguera a la que fueron echadas las rutinas sin previo aviso. Además, al jugar con el espacio y con el tiempo donde no hay reglas a la hora de la puesta en escena, los sueños representan pasajes más complejos imposibilitando interpretaciones únicas y, por supuesto, huyendo de explicaciones evidentes. Hay personas que dicen que no sueñan nunca, otras que lo olvidan al poco de despertarse, pero de ellas un pequeño grupo escribe el contenido del sueño con algún tipo de detalle. Muy pocos recuerdan lo soñado durante mucho tiempo. Pero en todas las circunstancias esa actividad cerebral se enseñorea de la gente mientras duerme.
Si, como dice Borges, “los lugares se llevan, los lugares están en uno”, quienes hacen a gala atesorar un gran número de viajes han capturado una cantidad equivalente o, seguramente, superior de sitios que permanecen en alguna parte de sus recuerdos. Espacios donde se ubicó la belleza o el miedo, la serenidad o el frío, la soledad o el desencanto, la alegría o el fracaso, la plenitud o el aburrimiento. Todo un bagaje que por el confinamiento no pudo seguir expandiéndose ni contrastándose con experiencias nuevas quedando relegado a un rincón en la penumbra de los largos días sinsentido. La ciudad a la que tantas veces se volvió compite con la que solo se visitó una vez.




Entonces es cuando los sueños concatenan escenas, arrastran palabras, recuperan imágenes. Construyen una narración desordenada de lo que nunca fue, pero que ahora cobra un sentido vivificador. Los lugares en los que una vez se estuvo y que permanecían agazapados en lo más profundo de uno saltan para construir un relato que suple el vacío de cada día. No importa la incoherencia, ni que la factibilidad de lo propuesto sea una quimera absurda, lo relevante es que se retoma el viaje y que la monotonía salta por los aires por un momento. Aquella arboleda, aquella plaza, aquel amanecer, aquel puente cobran vida durante unas fracciones y al poco vuelven a desvanecerse para regresar al escondrijo donde están desde el primer día que fueron nuestros y quieren mantenerse siempre.
¿Escribir es una forma de soñar? Querer escribir acerca de algo que no sea de lo que la gente obsesivamente escribe hoy es una forma poco convincente de engañar a la escritura. Aunque es una querencia legítima resulta una engañifa vana. ¿En qué medida es posible aislarse del entorno? ¿Cómo dejar de lado el bagaje de lo mucho leído en los últimos días? ¿Hasta cuánto el mono tema no dicta lo que se piensa? ¿Qué vericuetos confronta el pensamiento hasta llegar a uno que se cree prístino? ¿Tiene autonomía plena la ficción? Pero, por otra parte, ¿por qué desear escribir sobre algo diferente?




¿Y el lector? Pareciera que el ejercicio de la lectura se disocia del medio en que se da. ¿Uno lee en un vuelo transatlántico el mismo libro que durante la hora de la siesta en la canícula vacacional?, ¿en condiciones de deterioro de la salud o de pletórica vitalidad?, ¿solo o en compañía?, ¿bajo el estado de sitio o en la más plena libertad? Cierto que siempre se podrá decir que la lectura es diferente, que los subrayados mentales que hacemos son desiguales, en fin, que lo que va a quedar grabado en la memoria será distinto.
¿Era Mary Godwin consciente en 1816 cuando empezó a esbozar su Frankenstein que la rara oscuridad que se extendía durante días y días cubriendo la placidez de la atmósfera del lago Leman estaba producida por la masiva erupción el año anterior del volcán Monte Tambora a miles de kilómetros de distancia? ¿Habría tenido importancia para ella? Para quien hoy regresa a leer aquellas páginas memorables ¿es relevante el ambiente de enclaustramiento y de humedad que rodeaba a la compañera de fatigas del poeta Shelley y a sus acompañantes, su asistente Polidori, Lord Byron y su pareja Claire Clairmont?




¿Cuál es el grado de incidencia del contexto para León Tolstoi y Vasili Grossman? El primero, escritor burgués muy reconocido en medio del esplendor de la Rusia zarista, escribe, convaleciente tras su caída de un caballo en una cacería, Guerra y Paz; lo hace medio siglo más tarde de la campaña rusa de Napoleón. El segundo, un periodista patriota soviético con una experiencia de más de mil días en el frente donde toma notas para redactar Vida y destino, envía su obra para publicar en 1959, ya en plena desestalinización, pero no verá la luz hasta 1980 en Suiza, 16 años después de su muerte. ¿Importa esto a los lectores actuales de ambos?
Escribo vacilante, mirando de vez en cuando por el balcón. Busco ¿inspiración? que me hurtan las hojas brillantes de las palmeras y del bambú mecidas por el viento. Las montañas que recortan el azul del cielo no sirven tampoco. Al contrario, me distraen y me enredan en ideas confusas, deshilvanadas. ¿Son sueños? Ajeno a la disciplina del texto académico, de la conjunción del sujeto con el predicado para validar hipótesis o, al menos, para describir la coyuntura, leo entonces desaforadamente, desconociendo qué poso generarán esas páginas o el propio alcance de estas líneas.




Como si de un sueño se tratara hay gente que vive entre libros. Por profesión o por vocación. Manejándolos en una biblioteca o haciendo de ellos una mercancía. Escribiéndolos o editándolos. Imprimiéndolos o corrigiéndolos. Analizándolos o estudiándolos. Leyéndolos sin parar o solazándose ante la biblioteca familiar que inició el abuelo. Hay personas que no pueden vivir sin ellos, otras cuya ausencia no significa desazón alguna, una minoría quemaría cierto número. Hay individuos que solo regalan libros y muchos los que al recibirlos los colocan en estanterías hasta que el polvo no permite leer el título. Hay quienes hablan con ellos, quienes los subrayan, quienes anotan ocurrencias, quienes dejan recuerdos entre sus páginas, quienes incorporan al final el juicio crítico tras su lectura, quienes escriben libros de libros, pero también quienes los dejan impolutos, aunque su contenido los haya penetrado hasta lo más íntimo, quienes los dejan abandonados en cualquier sitio, quienes se niegan a prestarlos ni a su ser más querido.
Hay libros de muchas clases. El formato, pero sobre todo el contenido, son criterios de clasificación. Así mismo lo son la autoría, el lugar o la fecha de edición. Todas ellos configuran pistas de su naturaleza individual contribuyendo a que cada ejemplar sea único. Su engarce con el devenir de la humanidad es total: “tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro”, es el mantra definitorio de un patrón de vida, una guía civilizatoria. El libro como producto humano y como trascendencia, pero también cabe decir como acumulación del saber y como recipiente de belleza. El libro en su papel contradictorio como aclaración de las incertidumbres y como provocación de nuevas dudas, como cúmulo de razones para vivir y, a la vez, de cuestionamientos del sentido de la existencia. El libro para dar fe y para quitarla, para sufrir y para gozar, para dar la vida y la muerte. Aunque la polémica permanece abierta y la militancia por una causa o la otra sea acérrima es indiferente el soporte: papel o digital, leído o escuchado, me resulta igual, cada época tiene su afán.




Leo con fruición y desorden. Compro libros cuya lectura queda pendiente para momentos que nunca encuentro. A veces es un tema obsesivo el que me conduce a ellos, otras es una venturosa recomendación, algunas es el azar, en la mayoría de los casos persigo al autor. Nunca dejo sin terminar un libro empezado, aunque me pese. Me gusta hablar de libros, pero sobre todo escuchar a quienes saben de ellos, percibir la relación que los vincula, la forma en que afecta a su valoración. Me encanta leer reseñas y crítica literaria para comprender la dimensión escondida para un profano de lo que no es aparente, conocer la historia que hay detrás, el contexto de quien lo escribió, la técnica que se utilizó, saber algo más. Escuchar, perplejo a la vez que fascinado, de un profesional la afirmación con convicción y con una sonrisa que me parece enigmática que nunca lee novelas porque “la fantasía y la ficción las lleva uno dentro”. Como los sueños.
Debe estar conectado para enviar un comentario.