
“Where do they all come from?” Se interrogaba Paul McCartney en 1966 de una manera que desde entonces no ha dejado de ponerme los pelos de punta cada vez que esa canción llega a mis oídos. La soledad no es una cuestión de edad, pero siempre se ha vinculado con la vejez quizá porque sea en esa etapa cuando más efectos negativos conlleva al quedar vinculada a diferentes aspectos de la condición sanitaria de las personas mayores. Como otros estadios en el comportamiento del ser humano y por tratarse de una situación afectada por enormes dosis de subjetividad es complicado definirla y, consecuentemente, medirla. Si ello es así, ¿es posible confrontarla? ¿se pueden implementar medidas paliativas? Incluso hay alguien que podría preguntarse si es necesario intervenir en esa situación que es tan vieja como la historia de la humanidad. ¿Lo es?
Hace un lustro que en el Reino Unido se puso en marcha un Ministerio de la Soledad como consecuencia de entender que esta suponía un problema de salud pública. Que ello fuera decisión de un gobierno conservador quitó toda carga ideológica posible a una interpretación de la decisión que pudiera considerar que “una vez más el estatismo de la izquierda metía sus narices en la vida privada de las personas”. En la definición del problema se consideró que se trataba de un sentimiento subjetivo y mal acogido de falta o pérdida de compañía. Como señalaba más arriba y como ocurre con todas las emociones es algo difícil de medir y, por consiguiente, resulta complejo determinar el éxito de las intervenciones que se pudieran llevar a cabo al respecto.

De toda la maraña de cuestiones que se desprenden al abordar su análisis hay tres que me interesan sobremanera destacar. La primera se refiere al hecho de su vinculación con el individualismo rampante de la sociedad en que vivo. Algo que ha venido diagnosticándose a lo largo de las últimas décadas. Los trabajos de Putnam y Bauman, entre otros, ya lo diagnosticaron de forma clarividente hace más de un cuarto de siglo. La pérdida de la confianza interpersonal, el egoísmo, la gestación de un mundo líquido y el recurrente exaltamiento de la singularidad hacen que los sujetos en algunas sociedades seamos apenas actores con menos claves de interactuación colectiva que medio siglo atrás. La prueba estadística se proyecta en el porcentaje de hogares unipersonales que ya supera la cuarta parte en un número notable de países.
La segunda tiene que ver con la definición, de cariz claramente foucaultiano,del problema como una cuestión de salud pública, donde la imposición de un determinado orden sobre un cuerpo vigilado y castigado debe prevalecer. La evidencia científica al vincular la soledad con otras enfermedades tanto mentales como fisiológicas hace que el abordaje de aquella se haga con un carácter terapéutico. Ello tiene una obvia incidencia en la libertad y en la soberanía de los individuos que se ven claramente cercenadas.

Por último, me interesa considerar la relación de la soledad con otros aspectos de la vida como la felicidad. De nuevo, un asunto con evidentes connotaciones subjetivas y fácilmente manipulable en la sociedad del espectáculo en que estamos insertos. La aserción de que la soledad es fuente de infelicidad engendra un equívoco dramático que agudiza sin más la estigmatización de aquella. La imagen del solitario hosco, perdedor, insufrible y deprimido es un estereotipo más que debe ser reconsiderada.
Eleanor Rigby tuvo un entierro al que nadie acudió y el padre McKenzie limpiaba la suciedad de sus manos mientras caminaba desde la tumba. Ninguno se salvó. Desde entonces no sé ni de dónde venía toda aquella gente solitaria ni menos aun adónde pertenecía. No me importa porque la canción sigue embriagándome. Pero sí sé que su belleza ha iluminado mi entrañable, aunque a veces neurótica, existencia solitaria.
Todo ello se plasma de sopetón en una tarde tórrida de verano que ahora viene a mi memoria. En ella cuatro adultos, que en su momento configuraron una familia tradicional, conviven unas horas para después cada uno tirar por su lado. Van a intentar sobrevivir en el entramado de sus historias particulares que no tienen épica alguna asumiendo diferentes formas de soledad. Como hacen desde hace años. Es cuestión de salvarse quien pueda o ni siquiera eso, sencillamente se trata de subsistir. Por eso las despedidas no son dramáticas. Llevan el cariz de un ritual impasible, carente de emoción y, lo que quizá sea peor, de verdad. La de esa tarde es una más, pero el calor la hace más ardua. Ni siquiera la presencia del niño morigera la sensación de desamparo, pero, a lo mejor, sirve para ocultar el sinsentido de sus devenires.

La soledad es el manto que todo lo cubre. La coartada ante el fracaso de la búsqueda de la razón por la que alguna vez estuvieron juntos y creyeron pensar que había un propósito de vida en común. Exactamente un cuarto de siglo más tarde cada uno se encierra en su cubículo que es una especie de mortaja para cadáveres vivientes. Solo la joven madre parece tener su asidero, pero en general asumen que nada ha pasado, que todo es una consecuencia natural de las cosas y que el trato civilizado debe imponerse por encima de cualquier otra actuación. Tampoco se trata de buscar culpable(s); son las modas sociales, las nuevas expresiones culturales, en fin, el aire de los tiempos. Al final hasta resulta que puede avistarse como una situación galante que recubre el narcisismo de las personas pues su proximidad con la melancolía le dota de un inequívoco poder de ensueño. Seguramente es mi caso.
Los cuartos ya están a oscuras, pero la pesadez de la noche de agosto complica el sueño. Con seguridad nadie repasa la jornada en su espacio íntimo, pero un inevitable poso de amargura debe estar presente, si bien la evocación de otros asuntos, de planes para algunos de una pertinaz estrategia de huida hacia adelante, es un alibi que resulta moderador de la orfandad. Al final, la sensación de soledad tiene que terminar siendo bienvenida de manera que arropa el desvalimiento como ninguna otra terapia. Entonces si no importa ni de dónde viene ni a qué sitio pertenece la gente solitaria, ¿por qué va a resultar relevante la soledad de uno?
Debe estar conectado para enviar un comentario.