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Singularidad

Leo en alguna parte que cierto personaje cuando anda por la calle se concibe en cualquiera de las personas con las que se cruza. El periodista que firma la noticia, el artículo, la entrevista, ya que no recuerdo exactamente en qué contexto está integrado el relato, afirma que es el mayor símbolo de empatía que puede haber. Una persona que se pone en lugar del otro, de cualquiera, sin dudarlo, desechando todo atisbo de exclusión. Porque de eso se trata cuando se utiliza esta palabra que solo recientemente ha dado el salto al lenguaje más coloquial dejando atrás otros significados más técnicos; como cuando yo, pienso, la escuché por primera vez ligada al mundo de la física. Hoy, sin embargo, se usa más. En la política pareciera que es un requisito indispensable: quien no la posee, no conecta con el otro, no comunica bien, es un desheredado de una gracia que, en cierta medida, construye un eslabón entre la razón y la emoción.

Hablando de empatía, una compañera me relata una anécdota de un conocido suyo que es incapaz de mirar no solo a los ojos sino ni siquiera vagamente a la cara de la persona con quien habla. “Suda cuando balbucea unas parcas palabras que son su contribución normal a todo tipo de conversación”, añade. Pero lo que yo creo, sin conocerlo, es que es tímido. ¿Será lo mismo timidez y falta de empatía? Continúa relatándome que un día él no recordaba lo que ella le había contado con entusiasmo una semana antes. ¿Se relaciona el olvido con la ausencia de empatía? Incluso, ella abunda, a veces no se despide ni agradece la invitación al café cuando urgido por una cita que recuerda de manera imprevista se levanta de la mesa. ¿Está vinculada la falta de educación con ese término? Con sonrisa maliciosa, mi amiga termina la historia con una sentencia que me deja atónito: “lo que le pasa es que tiene un problema con sus neuronas espejo”. Nunca podía suponer que una excelente filóloga, como es ella, concluyera con esa afirmación.

En el camino de regreso a casa voy absorto en todo esto. Satisfecho, en parte, por lo que considero un pequeño avance en la siempre deseada interdisciplinaridad, aunque frecuentemente acosada por sectarismos epistemológicos. Me distraigo mirando los rostros de los transeúntes con quienes me cruzo. Me imagino sus vidas y quiero dar el salto en el vacío que me haga entrar en ellas; ser como ellos; o, mejor, comulgar con ellos en un ejercicio ecuménico ilimitado.

Pero no puedo. Mi ejercicio apenas traspasa ciertos niveles de curiosidad o incluso de querer buscar alguna relación de causalidad, aunque sea espuria. Entonces, me voy preocupando poco a poco. Mi falta de empatía se yergue como un muro que me aísla. Es un resorte para reforzar el patrón de mi vida individualista que se siente singular. Una herramienta que provoca que la solidaridad apenas sea una bella palabra. Un ideal de política pública financiada por mis impuestos que tan gratamente cubren un agujero empático.

Sin embargo, si hay una experiencia donde la subjetividad se exprese de mejor manera es por excelencia la de soñar. Una actividad personal única. El paroxismo del quehacer individual. Una vivencia que resulta huidiza porque a veces los sueños se recuerdan mal o se trastocan con la propia interpretación que se hace de ellos o se adulteran cuando se quieren contar. Pareciera que las palabras, escritas o dichas, se convierten en ladrillos insatisfactorios incapaces de (re)construir lo soñado. Una nueva oferta emerge de una irrealidad inventada que resulta poderosa. El surrealismo fue una propuesta artística que culminaba siglos de evolución aupada en la búsqueda que el psicoanálisis había emprendido del subconsciente; también constituyó la apertura del siglo del yo. Los sueños se convertían en pulsiones motrices de la vida.

El poder del sueño tiene con bastante frecuencia un carácter de sorprendente demiurgo. Contar un sueño, aparte de ser un ejercicio complejo, es una cuestión íntima que normalmente no se hace con todo el mundo. Es una prueba de confianza al compartir una faceta de la intimidad que puede avergonzar. Revela las preocupaciones del soñador, sus claves interpretativas de la vida. Pero también puede ser una puesta en escena de una ambición, de una premonición interesada. De hecho, toda ambición tiene una parte de proposición futura que en su quimera se confunde con la nebulosa del sueño.

Hay también una escenificación del sueño. Desde el barroco supuesto de Calderón de la Barca, hasta la denominación de una popular película melodramática de 1989, Field of Dreams. Una muestra evidente que pretende tener un ámbito colectivo. Constituir un armazón de identidad social compartida que agrupe ideas, interpretaciones, anhelos constitutivos de un quehacer grupal. Una argamasa capaz de aglutinar a la gente en esfuerzos cooperativos en pro de un categórico bien común. Cuando este escenario se da, el soñador para el pueblo resulta determinante, de manera que las diferentes teorías acerca del liderazgo enfatizan mucho el aspecto fundamental de la capacidad del líder de construir sueños que calcen con los que, uno a uno, tienen las personas que llenan la plaza vitoreándolo.

El complejo modelo del liderazgo carismático asume, precisamente, ese componente. Soñar aunando los sueños de la gente o, más simplemente, construyendo los sueños de otro que los acepte como suyos. No hay política sin este tipo de comportamiento. Los ejemplos son numerosos desde siempre. En los tiempos presentes, ya lo hizo Martin Luther King -“I have a dream”-y en la víspera de entrar en la cárcel, Lula, definiéndose como “um constructor do sonho”. Es muy difícil discernir lo soñado, en cuanto que anhelo por el futuro de una acción política que pretende alcanzar ciertos objetivos, de un programa político laboriosa y racionalmente construido.

La diferencia está en la semántica del discurso o en la necesidad de hacer cabalgar las pasiones al alimón de las razones, como bien dirían los comunicadores. No obstante, mi individualismo cerril, que me conduce a pensar en la sobrevaloración de los sueños colectivos que supongo en bancarrota, me lleva a preferir que nadie sueñe por mí, que nadie construya mi sueño pues su singularidad es absoluta.

Entonces, ¿podría el gregarismo ser una terapia?, asumiendo el diagnóstico que señala que los tiempos actuales son de soledad profunda y de individualismo egoísta a ultranza. Ambos guían el comportamiento de muchas personas que tienen una existencia precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Además, ello se da en el marco de niveles progresivos de feroz competencia. Para mayor complejidad, se suma la necesidad de reconocimiento que los seres humanos requieren de otros.

No se trata solo de que éste se dé, como venía siendo tradicional, en el terreno de la familia, el trabajo, la iglesia, el club. Ahora, la explosión de todo lo que tiene que ver con la identidad y el paroxismo, al que se ha llegado con la valoración suprema del yo, hacen que se multipliquen los niveles en los que se desea el reconocimiento. Como el proceso no es sencillo, la búsqueda de esos nuevos espacios, que integran gentes perseguidas por el mismo afán, aunque muy heterogéneo y disperso, es frenética y angustiosa.

Por ello, la imagen que se proyecta antes mi mirada es poderosa. El hotel tiene un entresuelo donde hay salones para la celebración de eventos de muy diversa índole. Es un sábado a media mañana. El ambiente silencioso registra cierta actividad sosegada. Hay personas que salen y entran de las salas. Lo hacen con calma. A veces salen apresuradas tapando con sus manos un móvil que acercan a sus oídos mientras susurran algo inaudible. Unas mesas con café y bollería atraen la atención de algunas. Otras van a los aseos. Una de las salas permite escuchar la voz de quien habla repitiendo un estribillo que, a veces, es revalidado en voz alta por la audiencia.

En la entrada está anunciado que se trata de un encuentro religioso. Más allá, la reunión congrega en otro salón a gente preocupada por la profundización en técnicas de meditación bajo la inspiración de cierto gurú. Al lado, un grupo, reza el cartel de la entrada, está interesado por la homeopatía; asiste a la proyección de un video. Al final del corredor, se congregan personas locuaces que hacen una pausa en su sesión dedicada al bienestar bioenergético “new age”; constato que también un letrero en la mesa de recepción señala que se aceptan tarjetas de crédito. ¿Una terapia para reconducir al individualismo recalcitrante?, ¿para disolver la singularidad en un entramado ecuménico?

Cuando se lo cuento a mi amigo me dice que ha pasado el fin de semana en un albergue de montaña reunido con un grupo integrado por hombres en el que expresamente se había excluido a mujeres. No me explica si la identidad sexual desempeña algún papel, pero no parece ser un asunto relevante. La cuestión fundamental que les une, señala, es compartir experiencias ajenas a la cotidianeidad, es decir al ámbito laboral o al social convencional. Resalta que lo importante es generar sentido de comunidad, lograr trascender del ensimismamiento en el que se vive a una órbita planetaria en la que él, insiste con brillo en los ojos, se siente feliz porque es reconocido por el líder. Escéptico y pragmático, como soy, le pregunto si le cuesta algo. Su respuesta es rápida: “es lo de menos”. Pero insisto, “350 euros, todo comprendido” me dice mientras desvía su mirada de la mía. Un precio módico para olvidar el individualismo y ser aceptado por la manada.

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