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Secuencias

Control

Mi amiga me dice que uno de los términos que más odió en su juventud fue el del control de la natalidad. Un eufemismo, recalca, para desvincular el sexo de la procreación con reminiscencias maltusianas. Desde entonces, cuando escucha la palabra control tuerce el ceño. No importa que sea referido a la velocidad cuando conduce, al alcohol al salir de copas, o cuando sus hijos comenzaron a decir que al día siguiente tenían un control en el colegio, en vez del temible examen de su adolescencia. De hecho, una de las cosas que más feliz le hizo fue la eliminación del control de pasaportes después de 1986 a la hora de viajar a los países vecinos. Controlar, por otra parte, sigue argumentando, es una acción que se vincula a un ejercicio desmedido de la autoridad, o en el deleznable síndrome del gran hermano. Para pararle un poco los pies le pregunto provocativamente si ella siempre vive en permanente descontrol.

Mi amigo estuvo disgustado porque creía que la comunicación durante la pandemia sufrió un manejo nefasto. Titulares alarmistas, sensacionalismo, argumentos reiterativos, imprecisión y ausencia de crítica en lo que denominó un circo mediático. Entonces, me decía, y durante mucho tiempo los telediarios comenzaban siempre las noticias con el asunto, aunque se tratase de algo que sucedía lejos y con un impacto relativamente leve en el número de fallecidos. Han conseguido, añadía, que no se hablase de otra cosa, llegando a veces a provocar un estado de histeria colectiva.

La finalidad era establecer mecanismos cada vez más sofisticados para saber paso a paso dónde estaba la gente y qué hacía y, concluía, suponía un gran ensayo frente a lo que viene. Pero ahí se quedaba, nunca supe a ciencia cierta qué seguía o, a lo mejor, era que no quería saberlo porque nunca lo cuestioné. Solía dejarle con la palabra en la boca, sobre todo cuando me preguntaba si estaba endeudado, porque sabía que de ahí iba a comenzar una retahíla acerca del dinero como mecanismo de control, alegando que tenía un asunto urgente que atender.

La revolución digital ha pergeñado múltiples escenarios en buena parte conocidos, pero otros apenas si se mueven en un terreno nebuloso donde los propósitos y las consecuencias son inciertos, amén de aquellos de naturaleza cuántica que la mayoría desconocemos. Un fenómeno particularmente relevante tiene que ver con la muy ponderada horizontalidad que trae consigo. Ingenuamente, se dice que gracias a ella el control se diluye y que estamos en el mejor de los mundos si se le suma su universalidad.

Sin embargo, este optimismo no tiene en cuenta dos factores. Si bien es cierto que cualquiera tiene acceso al foro digital y puede decir prácticamente lo que quiera (incluso con anonimato), la segmentación de la gente en burbujas difumina la acción colectiva y se reactivan mecanismos de pertenencia que domestican la autodisciplina. Por otra parte, los datos que generosamente entregamos gratis por miles a diario sobre nuestras preferencias, estilo de vida, contactos sociales y movimientos constituyen a la postre un ejercicio de control ultra sofisticado que mi amiga y mi amigo no parecen siquiera imaginar.

Híbrido

Mi amiga es una observadora distraída de lo que sucede en su derrotero y tiene cierta afición a fijarse en las palabras que escucha hasta advertir aquellas que de pronto ocupan un espacio que solo gozaban en ámbitos exclusivos por ser patrimonio, en un extremo, de técnicos, y, en el otro, de sacerdotes. Además, se inquieta cuando se usan con una frecuencia insólita. Ahora esto le ocurre con el término híbrido que escucha por doquier en relación con los coches, la educación, el trabajo, la genética, los regímenes políticos, el precio de la luz, el sexo y la vida en general. Me dice que ya se ha habituado, pero que no sabe hasta qué punto es una forma más o menos sofisticada de ocultar la tendencia natural de las cosas. Pregunta, “¿no es la convergencia hacia la mezcla lo que define la naturaleza final de todo?” y, añade, “¿no es lo prístino un estado inicial demasiado primitivo e incompleto?”.

El asunto nos entretiene durante un buen tramo de la caminata que casi siempre hacemos juntos la tarde de los lunes. Al darle vueltas al tema mi memoria se detiene en el recuerdo de una lectura añeja que revierte sin tener idea de por qué y sin saber a ciencia cierta si tiene que ver con la cuestión. En Alicia en el país de las maravillas el gato de Cheshire ejemplifica este carácter en un perfil muy sutil ya que al aparecer y desaparecer de forma imprevista la dualidad que representa es el colmo de una manera de vivir híbrida que me fascina.

Frente al compromiso permanente de quien siempre está presente, la imagen del felino alude a una existencia dual que enfatiza la posibilidad de estar y de no estar, algo que es la quintaesencia de lo que a veces parecemos anhelar. Una perplejidad hamletiana que obvio abordar para no dar trascendencia a nuestro deambular lúdico.

Por ello guardo silencio. Tengo dudas de que en esa situación pueda encajar la palabra de marras, pero entiendo el afán en justificar nuestro permanente escapismo adaptándolo al término de moda. Llevar una existencia híbrida podría ser muchas otras cosas. No se trata únicamente de quien va de la ceca a la meca, es algo más complejo. Articula una propiedad que incorpora todo el galimatías que traen consigo las identidades múltiples que conviven detrás de nuestra fachada proyectando una realidad que es una mezcolanza análoga a la complejidad de la vida. Un perfil variopinto que a veces da vértigo, pero que en otras ocasiones resulta muy cómodo para sobrevivir como hace el camaleón.

Cuando estamos en el tramo final y ya el sol se ha puesto, mi amiga, tras un suave carraspeo que sirve de excusa para reiniciar la conversación, me dice: “¿Sabes?, creo que en definitiva es una estrategia publicitaria. Se introducen palabras frescas para llamar la atención y envolver lo viejo en un aroma de novedad que dé valor a lo aparentemente recién descubierto. A fin de cuentas, el vocablo mestizaje no vende”.

El pozo

Mi interlocutor me habla de que se siente en una trinchera situada en la cima de una colina donde los ataques son por todos los lados. El negocio no se recupera, todo lo contrario. La situación es angustiosa por cuanto que el género no se vende y las devoluciones se acumulan. Hace una muesca al referirse a quienes tienen un sueldo fijo que, además, durante la pandemia ahorraron pues restringieron mucho su consumo. En un momento cambia el ceño y me dice que la de la trinchera no es una metáfora afortunada. Donde siente que está es en un pozo.

Dejo el local atribulado y dándole vueltas al asunto. Nos conocemos desde hace años y sé que nunca ha tendido a dramatizar ninguna de las variopintas historias que han acontecido en su a veces atribulada existencia. Pero pronto me olvido de su drama particular, aunque no dejo de dar vueltas a la palabra de dos sílabas que con esas dos oes sonoras suena como un perdigonazo.

Mi amiga, cuyo marido falleció hace poco, me cuenta de sus avatares familiares entorno al hijo que acaba de ver cómo se ha quebrado su matrimonio con un par de críos de menos de cinco años. La situación económica de ella no es precaria, pero me dice que siente que lleva tiempo viviendo en un estado de bloqueo en el que las expectativas de algo positivo al otro lado de la esquina no aparecen por ningún lado. La psicóloga a la que ha vuelto le insiste en la necesidad de encontrar una luz al final del túnel y para ello repasan juntas posibilidades y estrategias.

Ella esboza una forzada sonrisa cuando repite la palabra. “Ya ves, yo en un túnel”. Sí, es otra palabra que se me queda pegada y que vuelve a mí una y otra vez en el duermevela de la noche. Ahora estoy confundido y no sé cuál de las dos me genera más zozobra. La sonoridad de túnel la hace ser menos siniestra que la enigmática de pozo. ¿Será por el efecto de la zeta?

Vuelve a amanecer un día con pocas expectativas de que el ánimo tenga visos de recobrarse. No es la monotonía, tampoco es el maldito dolor de las manos, menos el insomnio, quizá la sempiterna pulsión hacia la melancolía o, a lo mejor, es la recalcitrante soledad que se ha adueñado de mis pasos. Puede también tratarse de un momento bajo en la más pura tradición de un ciclotímico.

Las dos palabras acuden sin que las llame, están al borde de cualquier pensamiento y articulan frases con las que intentar describir el estado de las cosas. Poco a poco me voy dando cuenta de que hay una diferencia esencial entre ambas: la confrontación de dos direcciones en torno al concepto de perpendicularidad. Mientras que en el túnel predomina la horizontalidad en el pozo es la verticalidad quien se adueña de su sentido. Es entonces cuando sé a ciencia cierta dónde estoy y lo que ello significa.

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