Yo le pregunté a Dios y Dios me dijo: “paciencia”

Hay evidencias orales que no requieren explicación, ni siquiera una contextualización, aunque a veces no sobre. Da inicio la tercera década del siglo XXI, un presidente, ¿importa de qué país?, elegido por amplia mayoría, sin contar con un partido propio estructurado, se enfrenta al Parlamento integrado mayoritariamente por formaciones estables y que cuentan con programas políticos diferenciados reconocidos. El presidente maneja la fuerza pública que le es leal; tiene gran capacidad de convocatoria mediante las redes sociales que también utiliza para hacer públicas sus decisiones antes de que pasen por la gaceta oficial.
Un día, subido a un escenario instalado improvisadamente frente al palacio legislativo se dirige a sus seguidores: “Yo les quiero pedir que me dejen entrar al Salón Azul de la Asamblea Legislativa a hacer una oración y que Dios nos dé sabiduría para los pasos que vamos a tomar y luego la decisión estará en ustedes. ¿Me autorizan?”
Minutos más tarde ha regresado a la tarima. Sus más fieles conmilitones le acompañan. Sabe que el país, tras haber vivido una larga guerra civil con decenas de miles de víctimas, lleva dos décadas desangrándose fruto de la violencia callejera que le hacen ser uno de los más violentos e inseguros del mundo, también que varios millones de sus ciudadanos lo han dejado persiguiendo el sueño americano; es consciente de que la corrupción impera por doquier.




El presidente pertenece a una segunda generación de emigrantes que alcanzaron el éxito económico y social, pero no es de las familias-de-toda-la-vida. Sabe poco de leyes, de instituciones y de historia, pero los artificios de la comunicación no se les escapan, de manera que conoce la forma de construir un relato que llevará, una vez más, al país a la ruina: aquí sus palabras ante miles de prosélitos:
“Si estos sinvergüenzas no aprueban esta semana el plan Control Territorial, nos volvemos a convocar aquí el domingo, le volvemos a pedir sabiduría a Dios y le decimos: Dios, tú me pediste paciencia, pero estos sinvergüenzas no quieren trabajar por el pueblo. Dios es más sabio que nosotros. Dios es más sabio que nosotros. Una semana, señores. Una semana. Una semana. Ningún pueblo que va en contra de Dios ha triunfado, démosles una semana a estos sinvergüenzas: los convocamos de nuevo si no aprueban el plan. Oren ustedes mismos, pidan sabiduría ustedes mismos. Pídanle a Dios ahorita ustedes mismos, no confíen en mí, confíen en ustedes con su relación personal con Dios, pídanle la paciencia, la prudencia, por una semana. Una semana, señores. En una semana nos convocamos acá. Los vamos a volver a citar como Consejo de ministros si no aprueban el plan Control Territorial y si no, yo no me voy a poner entre el pueblo y el artículo 87 de la Constitución, quedará en sus manos aplicarlo, yo no me voy a poner en medio. Que Dios bendiga nuestro país El Salvador. De verdad los amo y daría mi vida por ustedes, pero esperemos esta semana. Dios les bendiga”.
Gente en la calle, posiblemente violencia, instituciones manoseadas, irresponsabilidad, palabras hueras, ambición, incertidumbre, más miseria, descrédito de la política, fatiga.
Traidor




El cadáver de Ernesto Cardenal, premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana de la Universidad de Salamanca en 2012, yace en el féretro. En la catedral de Managua va a celebrarse un funeral religioso y un homenaje que quieren llevar a cabo los amigos del que siempre fue bardo y, en tiempos, político: en la resistencia, en el gobierno, en la calle. El país vive una dictadura, como la que él contribuyó a derrocar hace cuarenta años, y el ambiente social está cada vez más polarizado. Hay gritos de todo tipo durante los actos. Cuando sacan el ataúd por el lateral de la iglesia, los improperios de las turbas se acrecientan y, por encima de todos, sobresale una palabra que, como un látigo, muestra lo ruin de quienes nada saben: ¡traidor!
Pocos días después, en los escenarios madrileños se pudo asistir a la representación de Traición (2008), una obra de Harold Pinter estrenada en 1978 en la que cuenta la historia de un triángulo configurado por un matrimonio, (formado por un editor y una galerista), y el amigo íntimo del marido, un agente literario. Quien ganó el premio Nobel de Literatura de 2005 tuvo suficiente con nueve escenas para reconstruir ocho días a lo largo de una década e indagar de modo deslumbrante, paso a paso, en las razones de una historia de adulterios, mentiras y traiciones. Un relato donde el que engaña resulta ser el engañado, en el que la vergüenza del traidor compite con el dolor del traicionado y todo ello en el marco del tiempo, en el transcurso de la configuración de recuerdos equívocos.
Son dos pasajes diferentes, pero mantienen un hilo conductor en la comedia humana. El archipiélago de Solentiname en el lago de Nicaragua donde tanto tiempo pasó Cardenal no son las calles de las grandes ciudades norteamericanas en las que se asentaba hace medio siglo la clase media que no cejaba en quebrar una y otra vez el corsé del matrimonio. Las trayectorias vitales de unos y otros no tienen nada que ver. La ilación radica en el significado de la traición como reza el título de la novela de Rebeca West de 2011 donde, como en el matrimonio, el espía son dos, puesto que se da una actividad que realiza una pareja: un espía procedente del campo adversario y un traidor salido del campo propio.




Sin embargo, el improperio en el funeral de Cardenal eleva la supuesta defección al nivel de la fidelidad para con un proyecto de vida que no es personal sino social, pues lo dicta la tribu al diferenciar el amigo del enemigo. No es solo que en el momento sagrado del velatorio se recrimine con el exabrupto su teórica deslealtad al proyecto colectivo, que dicen defender e interpretar los que se creen ultrajados, es que desprecian la fértil trayectoria de alguien profundamente libre. Como sucederá con Gioconda Belli, con Sergio Ramírez, con tanta gente más. Si las partes en discordia en las parejas sufren en su intimidad el sentido de la traición el grupo falsamente vejado debe permanecer callado respetando una trayectoria limpia, plenamente soberana.
Del rey abajo, ninguno




Un viejo asunto. Enlaza temas enrevesados de naturaleza teórica con cuestiones prácticas de la convivencia. Desde el origen de la autoridad a sus límites, pasando por el concepto de soberanía. Desde quien luchó por lo que creía una causa justa a quienes valoran el papel de los oropeles, sin dejar de lado el mayor o menor peso concedido a la tradición. Algo que puede ser aburrido o levantar pasiones según el momento, los matices que se introduzcan, o el contexto donde se desenvuelva.
Las tardes de estío pueden ser jugosas para polemizar entre amigos sobre cuestiones como el papel de la monarquía. Aquí, hoy. La excusa la brindan los medios y su desigual cobertura de los movimientos irregulares del rey emérito en cuentas suizas, así como con sus híper generosas dádivas a quien fuera su compañera en safaris y otros menesteres. El verano tiene sus serpientes, la pandemia dejó demasiada tierra arrasada al derrotero, y noticias recurrentes acaparan la atención. Además, la liza política siempre está al acecho.
Sorbiendo el último pocillo del café, mi amiga plantea la necesidad de cerrar un asunto que, dice, se dejó abierto en la transición por no celebrarse un referéndum que dirimiese entre la monarquía y la república. Zanjar, además, una antigualla, hereditaria y machista, subraya, que es un sinsentido en el siglo XXI. Un lujo oneroso que, lo más preocupante para ella, es también un espacio proclive para conchabar todo tipo de manejos turbios y de tráfico de influencias en la más rancia tradición de la corte.
Acaba de triturar el trocito de hielo que quedaba en la copa de pacharán cuando nuestro común amigo, con gesto de desamparo, suspira y, a renglón seguido, nos invita a dejar de lado la tediosa charla en la que, según él, podemos hacer naufragar la sobremesa. El asunto se solventó, dice, con la constitución de 1978, y, por otra parte, continúa, la monarquía, guiada por un profesional, está por encima de los partidos y de las distintas sensibilidades nacionalistas del país desempeñando un papel relativamente barato de unidad y de representación. Además, concluye, hay temas más importantes que abordar y esto es una pura distracción.




Confieso que el tema no me apasiona. No quiero echar más leña al fuego y contribuyo con mi silencio a que la polémica se vaya desvaneciendo tras otras opiniones del resto del grupo. Sin embargo, cobra fuerza en mí una idea simple. Si un rey es pieza más o menos fundamental en el engranaje general de una institución, ¿dónde estaban los mecanismos de control de sus actos, que nunca pueden ser privados, cuando realizaba acciones impropias?, ¿no hubo un contable que señalara alguna inconveniencia de los movimientos en su cuenta, un consejero que frenara acciones inadecuadas evidentes? Los gobiernos de turno que debieron velar por el estricto cumplimiento de las funciones de la monarquía, ¿miraron para otro lado? ¿No hay responsables -políticos o funcionarios- de tanto desaguisado? ¿Existen garantías de que todo esto no se repita?
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