A diferencia de la mirada que es lo único que no envejece, la pisada conjunta una letanía de desgastes. Desde la suela del zapato hasta la articulación artrítica de la cadera y la rodilla. Desde la cadencia pausada que apuesta por contemplar el paisaje hasta el ritmo vertiginoso del atleta. Desde el conocimiento de que el camino no tiene sentido hasta la inutilidad de la huida. Pero las pisadas y las miradas se parecen en cuanto que son capaces de asumir una gradación diferente. Quien pisa fuerte avienta al pusilánime. Quien camina de puntillas sorprende hasta al más espabilado.

Fue mi amiga quien me advirtió que se había dado cuenta de una insólita fijación que tenía acerca de las pisadas. La última vez que estuvo en Roma, paseó en solitario todo un día y cerca de la fuente de Trevi rumbo al castillo de San Angelo se sentó en una mesa pequeña, de las que ponen afuera en los callejones. Sin darse cuenta, sus ojos dejaron de centrarse en los atuendos de la gente que desfilaba ante ella o incluso en las caras de quienes venían de frente para abstraerse en el registro de los pasos sobre los que se erguían sus figuras y conducían sus propósitos. Pisadas enérgicas, zancadas amplias, pasos tímidos, marchas decididas, andanzas distraídas. Andares vacilantes confrontados con otros más determinados, a veces solitarios otrora acompasados en compañía. Caminares saltarines, espasmos cojitrancos, pasitos lánguidos, saltos zigzagueantes, brincos fuertes.
Ahora no era relevante conocer el destino, menos aún la duración del trayecto, ni siquiera los antecedentes. Aunque las diferencias fueran notables tampoco tenía interés la diversidad de calzados ni que incluso una pareja anduviera descalza. La relevancia estaba en su ritmo, en el vigor y la holgura conformadores de una cadencia que animaba a ser interpretada. Las pisadas estaban allí y producían una sinfonía escrita sobre el pentagrama de la acera quebrado por un tímido bordillo que anunciaba un espacio para los vehículos cuya circulación se encontraba limitada. Había que disfrutar de ello, sumirse en una interpretación necesariamente banal, sin dejar volar demasiado la imaginación.
La cinta mecánica ahorra las pisadas. Como está acolchada también mitiga el sonido de quienes se animan a caminar por ella. Es, por tanto, un inhibidor que conspira contra la naturaleza del movimiento. En el largo pasillo del aeropuerto su utilidad es manifiesta, pero me molesta este tipo de experiencia. Simplemente, la ausencia de pisadas me genera una especie de malestar que raya en la zozobra. Constatar que me desplazo parado con mis pies en el suelo, erguido, sin mover un solo músculo me produce desazón. Los pies me sirven para mantenerme erguido, pero no para avanzar, aunque lo hago. Desempeñan, por tanto, una parte de su función. No hay incertidumbre que valga porque avizoro perfectamente el final del trayecto, pero sí una sutil incomodidad que finalmente me obliga a echar a andar para superarla. Entonces, mis pisadas adquieren una extraña velocidad con la que me desplazo que me hace pensar que mis pies tienen alas y siento haberme convertido en un Mercurio moderno que regresa de un vuelo interoceánico. A diferencia de este no soy portador de noticia alguna de los dioses.
Caminan juntos, él es un hombre de cierta edad ella una adolescente, pueden ser padre e hija, sus rasgos son inequívocamente andinos, van en silencio hasta que ella lo rompe y dice: “me encanta Garcilaso de la Vega”; él responde: “¿qué?” Sus pasos se han separado una enormidad y todavía no lo saben.




Los pasos llevan a lugares dispersos, pero no dejan de trazar una senda invisible. A veces son recurrentes, otras son inéditos. El tiempo marca el ritmo y el transcurso de los días es implacable a la hora de medir la distancia de la caminata así como de su intensidad. Cinco años, seis meses, una semana constituyen lapsos de duración diferente que, sin embargo, no necesariamente delimitan el marco del acontecer. Se trata de paréntesis convencionales en cuyo interior el tiempo puede llegar a desvanecerse.
Miro con intensidad a sus ojos aunque el modo es fugaz porque se ha generado un silencio que a la vez enmudece la voz. Después el vacío; no queda nada. Incluso los recuerdos se han desvanecido. Solo la cortesía salva el momento. Lo que fue pasión ahora es frialdad. Lo que supuso ilusión ante un proyecto de vida en común es indiferencia. Hay que tener en cuenta adonde condujeron los pasos de cada uno, con qué firmeza se dieron, pero no hay registro de ello. La memoria vuelve a ser traidora.
Deshago un camino al igual que la niebla remonta en el valle. Mis pasos cansados, no obstante, son firmes, pero no sé a dónde me conducen. Sé muy bien que su sentido es vano. Estos reencuentros no siempre fortuitos lo confirman. Mi falta de empatía impide que me ponga en su lugar por lo que desconozco qué pisadas dieron durante el tiempo vencido, adónde les condujeron, si se trastabillaron. No me importa. Ese pasado no existe y los pasos fueron notas en un pentagrama sin líneas.
He leído en algún sitio que el dolor sería “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada, o similar a la asociada, con daño tisular real potencial”. Si es así, las emociones ariscas que siento se deberían oponer al dolor porque no pienso que existan peligros potenciales, sin embargo, no es así. A veces mis pisadas lo alivian todo.




Los amigos del bosque son testigos mudos de las pisadas aceleradas del fugitivo. La humedad envilece el terreno sobre el que su carrera es estéril. La expresión acuñada por Javier Cercas en Soldados de Salamina para denominar al grupo local que dará cobijo a Sánchez Mazas en el Pirineo de Girona es afortunada. Amigos que trenzan una red de solidaridad que revierte en la dignidad humana del perseguido. Hoy la aplico en un sentido inverso para definir a quienes en la noche, una vez más, se han reunido para atisbar acciones con el propósito de hacer caja de la manera más simple y menos arriesgada posible. Más que amigos son compinches. Bajo la lluvia, sus pasos se confunden con los de la pareja a la que van a atracar. Un recoveco en penumbra de la floresta que bordea la quebrada en un lugar donde la ciudad se hace bosque es el lugar idóneo. Las pisadas de atracadores y atracados ahora se solapan mientras el silencio se quiebra con gritos de estos que sorprenden a aquellos tras alzarse con el mínimo botín posible. Las pisadas apresuradas de su huida se amparan en la oscuridad que sabe que oculta la deshonestidad alentada por la miseria.
CAMINAR
Una tarea que me impongo para despejar la molicie, para romper la vida sedentaria. Ocupa una breve parte de mi jornada y constituye un hábito que no quiero abandonar por mor de la pereza. Una ocupación a medio camino entre el ejercicio físico y la posibilidad de hacer un hueco para la introspección. Poder tener una atalaya movible para la observación y, en ocasiones, para disfrutar de la belleza del entorno. Actuar maquinalmente, sin contar los pasos, sin tampoco medir el tiempo que transcurre. No tener en cuenta el clima ni la hora del día. Abandonarse en la rutina de la ropa. Alternar paseos solitarios con caminatas acompañado en las que las palabras son superfluas, lugares comunes que marcan el ritmo de instantes imprecisos.




Una actividad consustancial con la humanidad y que siempre estuvo vinculada a un propósito. Todavía veo a gentes en carreteras que se afanan por llegar a sus casas, portan bultos, arrastran animales. Veredas que comunican poblados o terrenos por las que se anda constantemente. Pero ya es casi una anécdota vinculada a sociedades rurales. En las ciudades el afán encubre a los peatones que apenas si son conscientes de sus pasos, pendientes del momento siguiente. La acción se restringe a lugares concretos donde el paseo es intrínseco: parques, alamedas y riberas, pero también plazas y avenidas. Caminar entraña entonces un sentido diferente, es una práctica ingenua que plantea un uso del espacio público que pocas veces es compartido por la gran mayoría de la urbe.
En muchas ciudades latinoamericanas andar es estrambótico. Las edificaciones de baja altura hacen que su extensión sea enorme con distancias inabordables; la inseguridad atemoriza a la gente que entrega barrios completos a bandas de delincuentes; el culto al automóvil comporta un medio de movilidad en principio cómodo además de conferir status social al conductor; la precaria ordenación urbana, con cruces sin semáforos y pasos de cebra que nunca son respetados o calles sin aceras, constituye un elenco de motivos suficiente como para desincentivar caminar. Cultural y socialmente se convierte en una práctica de parias o, como es en mi caso, de individuos estrafalarios que tienen un punto de irresponsables.
Sin embargo, todo ello no es óbice para rescatar, una vez más, la literatura en torno al camino y al hecho de recorrerlo. Trátese de un itinerario ya fijado o del que inventa el caminante de pasos perdidos. Una metáfora de la propia vida y de la manera en que cada uno la confronta. Andar sin propósito por la vía trazada difiere de hacerlo con una intención precisa, aunque desconociendo las etapas a cubrir. Son dos asuntos muy diferentes que coinciden con sendos modelos del comportamiento humano. Mientras que el primero puede dibujar al espíritu pusilánime el segundo se vincula con una expresión de arrojo; quien es medroso frente al lanzado. No obstante, en ambos coincide el cariz emprendedor de la andadura repudiándose la simpleza de lo estático.
FLÂNEUR
Hay piropos que uno recibe de improviso. Si, además, contienen un término que no ha oído con frecuencia el efecto de la sorpresa se potencia. Cuando lo escuché bajé la guardia de inmediato, la voz había hecho impacto en mí, desbaratando mis ya de por sí débiles defensas. Más tarde leí un ensayo sobre Baudelaire de Walter Benjamin, así como supe de su Libro de los pasajes. Luego disfruté de Paseos por Berlín de Franz Hessel y de El paseo de Robert Walser. Supe entonces con más tino el sentido profundo de lo que mi amiga dijo en público acerca de mi condición por el hecho de escribir a menudo desde la perspectiva de alguien que es un paseante cuya atención no está entrenada para buscar, sino para encontrar, para ser sorprendido.
Lo que me encanta de la figura del flâneur, como señalan estos escritores, es que pasear es un arte que requiere reeducar la atención: aprender a desplazarla desde lo obvio y llamativo a lo que casi no se percibe. Flanear es leer la calle por parte de un paseante solitario que no debe ensimismarse en sus pensamientos, es escribir sobre la diferencia, lo extraño, lo inesperado. Pero también es optar por una actividad que en esencia es anticapitalista pues, como escribe Vila-Matas es casi la única «no colonizada por la gente que se dedica(ba) al mundo de los negocios». Para andar no se vende nada especial.
Las ciudades requieren ser deambuladas repetidas veces saliendo de los circuitos turísticos. Hay que disponer de tiempo para rehacer caminos que nunca se han hecho, pero que pasados los días se configuran como itinerarios posibles. Despejar el mapa mental que uno se hace al inicio de la marcha con la evidencia de los cruces, la longitud de las calles, los puentes sobre el río, las plazoletas ajardinadas, la irregularidad de las edificaciones. Ignorar las caras que se cruzan sin desconocer la figura humana que se atraviesa: su afán, su porte, el engarce con su entorno. Aprehender la luz cuando se filtra a través de las frondosas arboledas que perfilan las avenidas o cuando juega con las nubes nerviosas en el transcurso del día. Escuchar los sonidos de las puertas, del agua de las fuentes, del tráfico que agobia, de vecinos dicharacheros que confrontan a otros que reivindican el silencio.




Cuando la ciudad ha sido batida una y otra vez, cuando la ingenua sensación de haberla conquistado se adueña del paseante, todas sus calles le parecen al caminante que son cuesta abajo porque lo arrastran a múltiples pasados. Su imaginación se engancha con lo vivido y la visión calidoscópica estremece. Incluso un sentimiento de traición le invade al confundir una ciudad con otra: el rincón de una plaza pequeña, la travesía cubierta, el puente de un solo ojo, la callejuela donde hay todo tipo de yantas o la paralela especializada en colchones, la iglesia de ladrillo que permanece siempre abierta, el grupo de hombres jugando a las cartas, los ambulantes vendiendo comida.
Cabalgar el espacio del camino es también una venganza del tiempo. ¿Cuándo vi aquello? ¿La primera vez que estuve en la ciudad? ¿La semana pasada? ¿Ayer? Las huellas con que me topo son registros de ese paso del tiempo que me confunde obligándome a reinterpretar mi memoria. Con todo ello no me preguntes por mi ciudad favorita, un flâneur no puede tenerla porque enunciarla sería el fin de su ávida existencia.
DONDE LA CIUDAD TERMINA
Definir los confines a veces resulta una tarea ímproba. Ocurre cuando lo que se define contiene significados difusos que vienen enmarcados, a su vez, por disciplinas que subrayan aspectos diferenciados. El derecho administrativo, por ejemplo, es muy tajante a la hora de establecer los contornos de un determinado sujeto sobre el que ejerce su jurisdicción, mientras que la sociología, por otra parte, al establecer relaciones más complejas, donde la subjetividad puede jugar un papel relevante, impide llevar a cabo categorizaciones estrictas.
La ficción no contribuye a clarificar el embrollo y, en ese sentido, viene a mi memoria la novela del controvertido Michel Houellebecq El mapa y el territorio, donde las cosas que suceden a Jed Martin me enredan aún más. Una de las últimas películas del añorado Fernando Fernán Gómez, En la ciudad sin límites, plantea el dilema sin que su desarrollo en el marco parisino contribuya a esclarecer la confusión que me acucia.




Hace siglos, muchas ciudades tenían su perímetro perfectamente dibujado gracias a las murallas que marcaban, con exactitud y de forma conminatoria, su espacio. Cierto que ello no impedía que extramuros se construyeran poblados que, adosados a la ciudadela, terminaran configurando un continuo, algo que ya entonces contribuyó a plantear el problema de los límites. De hecho, eso es sustancial con la naturaleza urbana, como hace años me contaba una amiga que, procedente de un medio rural andaluz, se había pasado toda la tarde de un domingo buscando llegar al campo donde terminara Madrid.
Una cuestión que, para alguien como yo que había vivido su infancia en una zona de un barrio que coloquialmente denominábamos “el término”, no tenía la mínima trascendencia. Cierto que ello aducía a que era el lugar donde concluían unas líneas de tranvías o, posiblemente, a que el cartel viario localizado en el Alto de la Carretera de Extremadura rezaba sin lugar a duda: MADRID. Allí, tenía claro, comenzaba la ciudad, pero no era tan evidente que acabara.
Para ayudar a entender esa complicación, hoy se adjetivizan las ciudades y se dice del gran Buenos Aires, o se utiliza la jerga administrativa para referirse al área metropolitana, o la geografía para hablar del conurbano, o la sociología en clave de redes. La ciencia política incorpora los términos de distrito federal o de municipalidad. Todas tienen interés en circunscribir con precisión una determinada realidad que se califica como urbana, donde se incluye el viejo término de suburbio y el más reciente de urbanización.
Mis pensamientos me enredan la visión que tengo desde un autobús lejos del centro en una mañana festiva transitando por calles vacías, preámbulos de carreteras que enlazan polígonos industriales desvencijados alternando con centros fabriles nuevos y suelo edificable para oficinas. Hay sucios bloques de pisos de diferentes alturas y edades de construcción. Gente que sube y baja. Son de raíz árabe y africana, alguno asiático. Mi oficio me lleva a pensar por la intención de su voto. ¿Abstencionistas activos o pasivos? Ahí sé, entonces, que estoy donde la ciudad termina.
DIEZ MIL PASOS
Mi contertulia en una cena con conocidos me enseña orgullosa su teléfono móvil en el que una aplicación le señala que en el momento del día en que estamos ya ha superado caminando esa cifra que ha convertido en meta de sus desvelos. Veo que el guarismo es algo mayor. Sin saber por qué la felicito. Días más tarde leo que una compañía especializada en seguros de salud ofrece a sus clientes rebajas en la cuota mensual si se comprometen a andar precisamente ese mínimo haciendo un promedio durante cierto periodo. Para ello les entregan una pulsera con un contador de pasos que se conecta con una aplicación de móvil.
De lo que se trata es de que los clientes se obliguen a realizar esa tarea física en el tiempo que les indiquen. Se premia a quienes lo hacen porque muestran un comportamiento más sano que conlleva un potencial menor uso de los servicios médicos. La tecnología suministradora de datos instantáneos hace al capitalismo más eficaz y todos quedan satisfechos.
Entiendo el argumento y la propuesta en la lógica utilitaria de que “todos ganan”. Algo que, de entrada, es muy inteligente. Por otra parte, si para numerosos estudios de mercado, con fines que en la mayoría de los casos se desconocen, se usa tanto la cantidad de veces que se clickea en el móvil, como las páginas y servicios que hay detrás de esa acción, ¿por qué no hacerlo para algo tan sensible como es la salud? Además, es bien cierto que uno de los problemas que tiene la actual sociedad es la tensión arterial alta, así como la obesidad, vinculadas a la ausencia de ejercicio físico, con el consiguiente impacto en una amplia gama de dolencias.
Pero mi pregunta se refiere a la cifra, ¿por qué diez mil y no otra cantidad? Me imagino que se trata de una propuesta basada en cierto promedio que tiene en cuenta desde el peso a la edad de la persona en cuestión, ya que son dos variables enormemente significativas a tener en cuenta.




El escenario se complica un poco más cuando se dan situaciones en que andar no resulta sencillo. La ausencia de zonas verdes en muchas de las grandes ciudades, así como de aceras para caminar, como ocurre con frecuencia en América latina, la contaminación del aire y la inseguridad ponen en riesgo la posibilidad de alcanzar la soñada meta diaria. La solución se mercantiliza inmediatamente. Clubes privados en las afueras de las ciudades cuentan con espacio suficiente para llevar a cabo la práctica, y otros más pequeños en los centros comerciales tienen máquinas de andar que, dicho sea de paso, también pueden adquirirse para la propia casa. El resultado en el bolsillo desbalancea el presupuesto que había antes disminuido por la rebaja en la póliza de salud. Bien es cierto, se podrá argumentar, que el beneficio en última instancia es la propia salud, pero no deja de tratarse de un paso más en la espiral imparable del consumo.
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