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Parejas

Villahermosa (Tabasco)

«¿Te has dado cuenta de que no existe el femenino de marido? Lo hay de esposo, de padre, de varón, de patriarca, de hombre, pero no de marido. Ahora que el mío acaba de fallecer después de una enfermedad devastadora que se alargó treinta meses, tras haber sido su mujer 46 años y haber tenido tres hijos con él de los que han nacido seis nietos he caído en la cuenta. Me preguntas por cómo me siento y es lo único que se me ocurre contestarte, con otra pregunta. Una incógnita que me desazona y que me hace interrogarme por quién soy. Me tienes que ayudar a hacer una tesis sobre ese tema. Yo que dejé de lado toda posibilidad de desarrollo universitario por seguir sus pasos, ahora me pregunto por el sentido de aquella decisión. He tenido una andadura que me abrió al mundo en sentido literal, que me hizo conocer a mucha gente, sentir que mi vida tenía un propósito: ayudarlo, estar a su lado. ¿Por qué no existe el femenino de marido?».

Hemos repasado los avatares de nuestros hijos. De los cinco, cuyas edades frisan la cuarentena, dos ya se han divorciado. Todos tienen puestos de trabajo decentes, algunos fuera del país, como es habitual en esa generación. Sin embargo, al final llegamos a la valoración de nuestros matrimonios pues es lo que toca. Yo callo, pero ella insiste «porque él ya no está aquí y hay un cambio evidente en mi estado. ¿Qué pienso? Que todo es una basura y que contemplo mi vida como una pérdida de tiempo. No sé si soy injusta. Sé que, posiblemente, no habría vivido en los países en que estuvo destinado, ni conocido a gente de la Academia o del mundo-de-los-que-valen-la-pena, ni que mi casa habría acogido reuniones con gente importante donde se conspiró, se urdieron planes de futuro aparentemente innovadores. Nunca nadie me agradeció que todo estuviera listo. Con plena seguridad me habría quedado en el mundo de la enseñanza secundaria, en un instituto en cualquier sitio. Sí, una vida radicalmente distinta».

Miranda do Douro

«Sabes que soy cinéfila y por ello recuerdo que justo después de casarme vi con él un filme de Yannick Bellon que se llamaba La femme de Jean, trataba de una mujer que, tras quince años de matrimonio, era consciente que apenas era la sombra de su marido y que todo el mundo había olvidado su nombre para ser, simplemente, la mujer de Juan. Nosotros dijimos que eso nunca nos pasaría, habíamos vivido el 68 y todo iba a cambiar. Era un tiempo diferente. Qué ironía, ¿no? Hoy siento un vacío tremendo. Dirás que soy una egoísta por aquello “del muerto al hoyo y el vivo al bollo”, quizá. Por otra parte, no sé cómo transmitir esto que te digo a mis hijos. Adoraban a su padre y él estaba siempre pendiente de ellos. No digamos desde que nacieron los nietos, aunque a los dos últimos apenas si los trató por estar ya muy mal. Insisto. ¿Por qué marido no tiene femenino?»

Embozada, abandona la sala de conciertos. Es de noche y hace frío. Durante la representación no ha parado de pensar en ese asunto que ha convertido en un monólogo y que ahora siente que no le ha permitido disfrutar lo debido. En lugar de tomar un taxi como buena parte de los que dejan el edificio, decide caminar hacia la estación del metro. El pequeño parque que atraviesa acumula la nieve caída la semana anterior en los parterres, pero los caminos están secos. Al llegar a la entrada decide continuar un poco, quizá hasta la próxima estación que está a un cuarto de hora. La avenida está bien iluminada y hay gente que camina también ociosa. En su cabeza quiere rememorar la armonía de la última pieza dejando de lado su monotema. Lamenta no conocer lo suficiente el alemán para entender a cabalidad el sentido de algunas estrofas. La traducción al inglés que muestra el programa le ayuda para comprender la idea principal, pero no alcanza a entrever los matices. No concibe muy bien por qué el director ha orientado el atrezo hacia una representación ajena a la época en la que el autor situó la historia. Deja atrás la boca de metro que ha alcanzado antes de lo que pensaba y decide proseguir andando hasta su casa. No tiene afán por llegar. Desearía que no hubiera nadie, pero sabe que no será así. Al menos no tendrá que dar explicaciones.

Guadalajara. Jalisco

La pareja deja el cine todavía de día. La película de Kenji Mizoguchi es la última del ciclo dedicado al director japonés. Arreboladas por la belleza, la pureza de las imágenes, la compleja simplicidad de los personajes y la intensidad de la historia, guardan silencio. No solo es la inercia de la quietud con la que han seguido la proyección, es el sentimiento de impotencia que les invade lo que les culpabiliza ante la carrera en ciernes en que se encuentran.  Además, acaban de darse cuenta de que sus propuestas supuestamente innovadoras son falsarias. Como el momento se hace insoportable entran en una cafetería donde es posible que logren distraer su desazón. No hablan, pero ambas saben que están buscando una solución para abordar el problema de los personajes de su cortometraje, gente incapaz de arrepentirse de sus desmanes constantes en un entorno donde la compasión es patrimonio de muy pocos. De su futuro personal no hablan. Nunca lo hacen.

Arrinconado en el quicio de la puerta de una sucursal bancaria intenta cobijarse con el saco de dormir andrajoso que encontró la noche anterior en un contenedor a medio camino entre el teatro de la ópera y la filmoteca. Es su quinta noche en la ciudad y siente que tiene suerte. Durante el día logró tomar algo en un comedor social y consiguió unas monedas haciendo de aparcacoches. Aunque está helando, el asfalto urbano es más acogedor que el campo donde pasó varias noches a la intemperie en el trajín del cruce de la frontera. Ella ha pasado fugazmente mientras estaba acomodando el saco, la vio feliz, radiante. En la comisura de sus labios un hormigueo preludiaba algo bello. Después, ha divisado a una pareja hermética, cabizbajas, pero, a la vez, poseedoras de un magnetismo que no ha sabido interpretar. Parecían seres de otro mundo, transportadas a una realidad ajena. Ninguno de los tres le ha mirado.

Aunque sabe que un tercio de la vida el promedio de la gente lo pasa durmiendo, no es su caso. Además sabe que se trata de una media que cubre periodos de malas rachas con otros de placidez, gente hiperactiva ve compensada el alejamiento de la cama por los dormilones a quienes siempre se les pegan las sábanas. Ajenos al mundo de lo consciente se acumulan miles de horas que son pasto del imperio de los sueños. Existencias paralelas de las que muchas veces se es ajeno pues al despertar o no se recuerda nada o simplemente lo que se reconoce que se sueña se desvanece al instante. Las dos últimas noches ha leído La cabeza de mi padre de Alma Delia Murillo una diatriba feroz contra el patriarcado en un país, México, en el que «son los hombres quienes abortan masivamente; son los hombres quienes abortan de facto a sus hijos, legiones de padres renuncian a millones de hijos y no tuvieron que promover ninguna ley ni arriesgar el cuerpo en una clínica insalubre, nada». Parejas ajadas en las que el padre dimitió desde el inicio.

Avenida Chapalita en Guadalajara. Jalisco

En distintas sociedades y en diferentes épocas de la humanidad la gente compartía el reposo, las familias pernoctaban juntas, los trabajadores se hacinaban en espacios comunes, una práctica que sigue estando vigente. Solo muy recientemente, y vinculado con la disminución del tamaño de las familias y el mayor número de habitaciones en las viviendas, pernoctar tuvo un componente íntimo. Pasar la noche con alguien se convirtió en muchos casos en una secuela de un lance amoroso que podía tener un carácter episódico o bien configurar un pacto de larga duración. Pero no es su problema porque la soledad es su única compañía.

Se dice que compartir noche tras noche el mismo lecho fue siempre una de las señales de máxima confianza posible entre los seres humanos, una cercanía en la que cualquier intermediación desaparecía y la desnudez se enseñoreaba a la hora de definir la relación que definía a los integrantes del grupo. En la medida en que el tamaño de este se fue reduciendo el trato fue adquiriendo un significado peculiar. En la pareja se construyó un escenario particular que, idealizado por el romanticismo, terminó configurando el marco más habitual para una notable mayoría. Dormir juntos supone estar acompañado de otra persona ese tercio vital durante el que se le da la quietud sumisa de quien está inerme, entregado y desamparado. Pero a la vez presume la existencia de un propósito común, de una confidencia incuestionable, que solo la entrega mutua hace posible. Ella y él lo saben, así como que únicamente los sueños permanecen ajenos a la introspección de la pareja.

Mercado en domingo. El Poblado (Medellín)

Sin embargo, hay una inveterada peculiaridad en el dormir que afecta a la concordia de las noches compartidas: roncar. En una ocasión escuchó una historia al respecto alimentada por las nuevas tecnologías y su posibilidad de uso por parte de cualquiera que le causó perplejidad. Harta de no poder dormir por los ronquidos de su pareja, tomó la decisión de grabar con el móvil un momento de especial furor de los bramidos emitidos. Al despertarse le contó lo que había hecho y sin esperar respuesta puso la grabación. Lo que pasó a continuación nunca lo pudo imaginar. Su pareja, tras un gesto de incrédula curiosidad, se sumió en un profundo silencio que fue pórtico de una densa tensión que lo llevó a un estado depresivo. Lejos de un armonioso acopio de silbidos o de una acompasada respiración profunda lo que escuchó fue un destemplado sonido, sin cadencia alguna, brutal. Un exabrupto desconocido que de inmediato le hizo sentirse miserable, rompiendo a llorar desconsoladamente.

Ni ella ni él saben si roncan porque nunca nadie se lo ha advertido; se trata de un asunto de parejas que no les concierne.

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