Tráfico

¿Quién que viva hoy en una ciudad de más de medio millón de habitantes en cualquier rincón del mundo no incorpora habitualmente a sus conversaciones, cuando no al listado de sus agobios, el tema del tráfico? Los programas electorales de las candidaturas en los comicios municipales suelen contener propuestas destinadas a presentar soluciones paliativas, dibujar escenarios quiméricos. Análisis minuciosos de las causas tejen soluciones más o menos imaginativas. Frente al pesimismo de quienes estiman que es un asunto sin salida pues recuerdan los embotellamientos de coches de caballos a finales del siglo XIX en Times Square en Nueva York, se encuentran visiones futuristas más optimistas asentadas en la utilización del espacio aéreo o en la intermodalidad. Sin embargo, pareciera que los problemas del tráfico trascienden al asfalto para llegar a otros escenarios que uno habría pensado que nunca sufrirían esa zozobra.

En el Everest, hace poco se batió el récord de ascensiones a su cima. 802 personas pisaron el techo del planeta. Pero en un par de jornadas de abril y mayo, cuando el tiempo es más proclive para las ascensiones, han llegado a culminar su ambición algo más de 200 alpinistas llegando a colapsar por momentos la estrecha vía de subida en una ladera muy próxima a la cúspide. Escalar la mítica montaña cuesta entre 26.000 y 115.000 euros (una cifra curiosamente similar en que puede oscilar el precio de muchos automóviles de gama media y alta). La desazón llegó a tal grado que un representante del Ministerio de Turismo de Nepal declaró que había sido “un día de mucho tráfico”, añadiendo que las expediciones –como furiosos conductores urbanitas enajenados al final de su jornada laboral- “se quejan de que hay que esperar dos o más horas para llegar a la cumbre”. Sea de automóviles, como en las avenidas y carreteras que rodean a las ciudades, o de individuos en una calle comercial en periodo de rebajas, o, en el límite, en el ascenso a una montaña, el tráfico es entonces un avatar angustioso de la civilización actual.

Sin embargo, hay otras clases de tráfico que, por su carácter ilegal, ocupan en menor grado la atención ciudadana, siendo, no obstante, objeto de preocupación del activismo internacional. Las personas, en primer lugar, junto con órganos, armas, estupefacientes, animales y dinero, entre otros, contribuyen a configurar un elenco de escenarios variopintos. En estos ámbitos concretos, donde el delito se enseñorea de la lógica de actuación, el tráfico no se vincula a su concepción como flujo sino como mercado. Un tipo de transacción comercial que viene acompañada del quebranto de alguna normativa regulatoria que va desde derechos fundamentales a la derivada de la legalidad estatal en determinados aspectos. Pero lo que llama poderosamente mi atención cuando abordo este término, sea en una u otra concepción, es la tensión existente entre el flujo y el atasco. Una vez más, una antinomia que confronta dos visiones contrapuestas que ocultan intereses muy dispares de quienes están o no en el meollo.
Los congresos son para el verano
La profesión académica tiene prácticas que le acarrean mala fama, posiblemente merecida a causa de nuestro comportamiento que a veces es atrabiliario, indolente y errático. Quizá también sea debido a que ciertas actividades despiertan envidia por ligarse al mero hecho de viajar. Con frecuencia vamos a lugares lejos de nuestra residencia para participar, en periodos de duración variada, en evaluaciones distintas como tesis doctorales, verificación de planes de estudios o del propio funcionamiento institucional; trabajo de campo vinculado a nuestras investigaciones; conferencias puntuales y reuniones científicas diversas. Entre estas últimas se encuentran los congresos organizados en torno a asociaciones profesionales o a ejes temáticos. Estos son el principal centro de la crítica más acerba concibiéndose despectivamente como “turismo académico”.

Sin embargo, este tipo de foros es imprescindible para el funcionamiento de la tarea universitaria por cuanto que cumplen, al menos, cinco funciones relevantes: permiten presentar los avances de trabajos de investigación en diferentes estadios de madurez, para recibir críticas sobre aspectos de sus enunciados pudiendo así corregir su desarrollo; en tres o cuatro días se facilita conocer el estado de la cuestión de distintos temas, sus formas de abordarlos y las novedades en la materia de interés de cada quien; posibilitan la creación de redes entre individuos que, procedentes de sitios muy heterogéneos, tienen la oportunidad de conocerse personalmente y de establecer agendas comunes de investigación; son escenarios de puesta en valor de las universidades o instituciones de procedencia de quienes presentan ponencias; y, finalmente, son espacios públicos de rendición de cuentas ante la sociedad del trabajo realizado durante los meses anteriores, aspecto no menor por cuanto en buena medida el dinero para sufragarlos procede del erario estatal.
Cierto es que frente a todo ello hay también un costado oscuro articulado bajo el mercantilismo pues son fuente de financiación de las asociaciones organizadoras y negocio para las empresas especializadas en su hechura. En la búsqueda no solo del equilibrio presupuestario sino del beneficio se aplican reglas del mercado: una prima la cantidad de ponencias presentadas frente a su calidad, la otra usa como reclamo a los emporios turísticos.

A lo largo de un mes hubo un año en el que a un ritmo prácticamente semanal, intervine en cuatro congresos de Ciencia Política en Burdeos, Salamanca, Buenos Aires y Monterrey, donde presenté ponencias en coautoría, impartí conferencias, participé en mesas redondas y presenté libros. El largo verano, que generalmente se vincula al asueto vacacional, permite con ventura esas prácticas que, además, son un requisito ineludible en la promoción académica. ¿Una locura? No lo sé.
El turismo en su concepción más ligada a la idea de ocio en el marco del descanso laboral no estuvo presente, si bien es obvio que los congresos permiten conocer lugares que en circunstancias normales posiblemente no se llegarían a visitar nunca, aunque no fuera el caso de las ciudades recién referidas. Personalmente me sentí satisfecho porque, cumpliendo mi deber, contribuí en mayor o menor medida a hacer realidad las susodichas funciones. Este tipo de movilidad se interrumpió bruscamente en marzo de 2020 y, aunque se dice que la normalidad ha regresado, creo que las cosas no volverán a ser como antes. Los congresos serán una actividad que fundamentalmente se dé en el marco de las pantallas digitales. La futilidad o no de mi activismo viajero pretérito es un asunto que ya no importa.
Funcionarios

Mi interlocutora es una brillante investigadora que frisa los cuarenta años y que está angustiada por las normas que regulan el acceso al funcionariado en la universidad española. Los requisitos son enormemente duros si se comparan con los procedimientos al uso durante, al menos, las últimas tres décadas. Su agobio es real, no hay impostura. Ella tiene una trayectoria excelente construida con la asistencia a congresos de alto nivel en su especialización, publicaciones en revistas y editoriales de calidad y estancias en centros internacionales de reconocido prestigio, pero, aun así, no llega. Me dice con enfado.
Después de escucharla en silencio y sintiendo que debo ser cuidadoso para no ofenderla, le digo con rotundidad, “ese no es el problema”. Sus ojos desprenden un fulgor de sorpresa y creo interpretar en su gesto un rictus de contrariedad. Pienso inmediatamente que ella cree que no la he entendido.
Lo que quiero expresar con esa frase lapidaria es algo todavía más contundente y que, posiblemente, de habérselo dicho la habría confundido hasta llegar a enfadarse conmigo. Lo que ella quiere es ser funcionaria, siente que lo merece, que ha luchado lo suficiente. Sabe que ha completado las etapas que estaban tradicionalmente marcadas en nuestra sociedad y ahora se frustra porque ve que ese proyecto es una quimera que se le va de las manos. Le han robado algo a lo que tenía derecho.

Pero por experiencia sé que el talón de Aquiles del sistema español de educación superior y de i+d+i es la carrera funcionarial. El funcionario se articula con una vieja tradición que se hunde desde los albores del estado moderno bajo el señuelo de la estabilidad en el trabajo como conquista social y de la garantía de independencia frente a la clientelar lógica decimonónica de la cesantía. No obstante, hoy tiene poco sentido. Tampoco lo tenía a inicios de la década de 1980 cuando en el ámbito universitario el movimiento de los “penenes”, profesores con sueldos miserables y precariedad absoluta, reclamaba el contrato laboral como forma de promoción y de seguridad laboral, algo que pronto se olvidó.
Frente a individuos que son la quintaesencia de la honestidad y de la seriedad, del buen hacer y de la observancia a rajatabla del deber, se encuentran otros afectados por la molicie, la falta de rigor y de compromiso, y la ausencia de cualquier atisbo de responsabilidad. En términos de regulación institucional, el diseño funcionarial no configura pautas que corrijan esta situación. Se puede argumentar cómo la nueva gestión pública ha ido incorporando mecanismos de compensación para los virtuosos y de sanción para los gorrones, pero son insuficientes, y en el ámbito universitario son exiguos.

Soy consciente de que mi posición se yergue desde el ventajismo doble que suponen los muchos años pasados bajo el paraguas de “la plaza en propiedad” así como de mi jubilación, por eso creo que callé. Sin embargo, pasados unos días veo con claridad otro factor concluyente: el adocenamiento que impone la nómina fija, la caída boba de trienios y de quinquenios, la mediocridad tutelada, en fin, el repudio, por miedo o acomodo, a moverse.
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