Caminar sin rumbo, caminar con prisa para llegar al destino, caminar cogido de una mano, caminar a pleno sol buscando la sombra, caminar en la noche, caminar para no enfrentarse confinado en la soledad, caminar por un paraje desconocido, caminar ensimismado, caminar por prescripción médica, caminar hablando por teléfono o contestando mensajes, caminar ideando proyectos vanos, caminar todos los días, caminar con los ojos abiertos. Caminar proyectándose en el entorno, asimilando la humedad, los olores, la temperatura, el paisaje, la gente. Mientras que los primeros apenas mudan al menos durante un cierto tiempo, la gente cambia. Las personas varían en función del barrio, de la hora, del azar. Por eso siempre tiene una duda que a veces le agobia: ¿qué hacer con quienes se cruzan? ¿qué hacer con sus miradas?, o ¿con las de uno? El paisaje es estático y su reflexividad es más que prudente, sin embargo, quienes caminan hacia uno le escrutan, aunque muchas veces lo ignoran. Hace años le enseñaron que en esas circunstancias era una norma de educación evitar sostener la mirada, – ¿por cuánto tiempo? ¿tres segundos?, se pregunta-, y que si, inevitablemente, la misma se mantenía, había que gesticular una leve sonrisa a guisa de excusa, algo que hacían las estudiantes norteamericanas en los campus de allá y que le hacían ingenuamente creer que todas eran muy simpáticas o, en clave de mayor coquetería por su parte, que se interesaban por él.

¿Qué hacer con la visión del conocido al que avizora que proyecta un ser decrépito, envejecido, cuando sabe que es doce años más joven que él y que no es sino el reflejo de quién es que no quiero aceptar? No importa que se haya detenido y que hayan mantenido una animada conversación durante unos minutos. La sensación le acompaña el resto del día porque efectivamente constata que su primera imagen se reafirma y que el semblante ajado del colega combina a la perfección con el espíritu que proyecta. Sabe que todo ello es el aldabonazo que cada día de una manera u otra se presenta imponderable. ¿Qué hacer con la mirada para con la pareja que camina en sentido contrario al suyo en el angosto puente peatonal y que sabe, o quizá solo culpablemente intuye, que ella no quiere mirarle, o, mejor, que no desea que la mire? Saca deprisa el teléfono del bolsillo para simular una encrespada conversación y mira al suelo hasta que pasan de largo. Es suficiente. Basta con mantener el gesto unos segundos más y no volver la vista atrás, pero es consciente de que un veloz pensamiento habrá cruzado su cabeza o que incluso unas palabras precisas dichas con voz, ¿nerviosa?, lo habrán situado para su acompañante en un momento ya lejano de una vida en común. De nuevo se impone una fugaz sensación, que no le deja en paz durante un buen rato. Denuncia lo que fue, revela momentos del pasado que ignora si quiere olvidar o simplemente mantenerlos en su rincón de la memoria hasta que un día, galantemente, quiera evocarlos. Piensa que no termina de manejar las miradas callejeras y si no es mejor ensimismarse como ha conseguido hacer cuando recorre el camino solitario de siempre en el campo.
Camina siempre por la misma calle cuando regresa a pie de la universidad a la casa. La vía es de sentido único, de manera que los coches siempre vienen de frente. Hay varios talleres de reparación de automóviles y alguna que otra carpintería en el lado derecho. La acera de la izquierda da a un parque que se eleva sobre un montículo, a veces se acumulan escombros y basura a pesar de que el lugar es uno de los iconos turísticos de la ciudad. Para seguir su ruta cruza de un lado al otro de la calle cuando ve que no viene tráfico; es tanta la costumbre que nunca mira a su espalda porque sabe que nadie va a venir. Hoy, el día vuelve a estar nublado y amenaza lluvia. Hay poca gente. Vuelve con calma, pero con andar ágil, va absorto como casi siempre. Decide cruzar la calle cuando el parque se acaba y han quedado atrás dos personas que duermen en la acera, algo que es habitual. Entonces sucede lo que nunca pensó. La motocicleta que avanzaba silenciosa a su espalda en contramano lo esquiva en el último segundo, derrapa y el cuerpo del motorista en su caída se golpea brutalmente contra el bordillo opuesto. La máquina continúa dando tumbos hasta detenerse. Acelera el paso. No mira atrás. Escucha los gritos de una mujer que pide una ambulancia.
Duerme en el rellano de la escalera de un paso peatonal elevado. Es una de entre la media docena de personas que cada mañana a lo largo de la avenida yacen en el suelo encogidas, cubiertas de trapos o de periódicos bajo los que ocultan la cara. Inmóviles, quebradas, aparentemente ajenas al bullicio del día que ha comenzado hace rato, su postura puede inducir a pensar en un estado de plena relajación que podría confundirse con el abandono colmado por la muerte. Todos parecen hombres, pero no es seguro. Habitantes de la calle es su nombre generalizado y logran convertirse en una pieza más del mobiliario urbano, algo que asumen quienes pasan a su lado, pendientes de no pisarlos. A diferencia de los que piden manteniendo cerca de sus rodillas un cuenco sucio de plástico con unas monedas, aquí no hay nada, ni siquiera el perro que en París acompaña a quienes viven en la calle. La imagen proyecta un vaciamiento total, la indigencia completa. En otra circunstancia uno debería pensar que algo le ha pasado, que se trata de alguien que requiere una urgente atención sanitaria. Pero tal reacción no acontece, es algo asumido, hay que pasar deprisa, sin mirar ni siquiera de soslayo. Olvidar rápidamente la imagen, sin almacenarla en ningún sitio, convencerse de que no se ha visto nada a pesar de tener la certeza de que al día siguiente volverá a estar allí.




El desarraigo comporta miradas equívocas en muchos colectivos. Alguno, como es su caso, lo arrastra de manera confusa y a veces poco explicable desde hace mucho. Sin embargo, para otros el legado de la emigración constituye una losa difícil de mover. Desde Paraguay ella dice que es sujeto del desconcierto de no saber a ciencia cierta de dónde es, ya que, con independencia de haber vivido en Argentina y España, la herencia de ser de una familia de lejos es pesada. Algo que hace que en la sociedad donde se vive siempre uno sienta que los lazos de pertenencia no existen; cuesta entender o encajar “con esta gente, con esta nación tan “rara”… Quizás en otros lados su alma se encontraría a gusto, emergerían aquellos orígenes de sus antepasados que se llevan en la sangre y en el inconsciente, dice; con sus orígenes en el Lago di Como, de donde era la abuela paterna, o de Génova, la ciudad de procedencia de los abuelos maternos; y, por otro lado, de Normandía, de donde ha crecido escuchando historias de su padre, sus tíos y primos, de que llevan sangre vikinga y que eso los hace guerreros, ¡fuertes e inmortales! Antes de tener uso de razón esas historias de sus antepasados vikingos conformaban la antesala del sueño. Cuesta confrontar estas realidades fragmentadas con las de los pueblos originarios, prístinos, aparentemente arraigados desde tiempos inmemoriales, cuya presente reivindicación altera un equilibrio basado en el oprobio y el sojuzgamiento constante. Pero ¿qué ocurre con los que no saben de dónde son? ¿A dónde van a parar sus miradas?




Es consciente de que su vida representa una sucesión de máscaras, pero no está seguro de si la mirada se mantiene constante o se modifica en función del antifaz que lleve puesto en un momento concreto. Entiende desde hace tiempo que posee identidades que son múltiples, complejas, superpuestas ¿son así sus miradas? Alguien una vez le dijo cuando se despedían que miraba diferente al momento en que se encontraron. La forma en que se mira ¿cambia la identidad? Hoy ha amanecido con lluvia, su talante es alegre, no sabe si es consecuencia de lo que ve a través del gran ventanal, del sueño profundo en que ha estado sumergido o de lo promisorio del día por el encuentro, tantas veces pospuesto, que va a tener dentro de un par de horas. Le gustaría evaluar su mirada, si es aviesa, impenetrable, empática, inquisidora, feliz, adocenada, cruel, compasiva, inteligente. Cree que solo los demás pueden calificarla. Pero ¿entonces no serán las miradas del resto las que sesguen el tono de la suya? ¿En qué medida su mirada se disocia de todo esto? Tampoco sabe si mira igual cuando camina con relación al momento de quietud que sigue a su parada para otear el horizonte. ¿Cómo mira una persona ciega?




Tiene 58 años y 31 de ellos los ha pasado en la guerrilla, bajo otro nombre, sin ver a su madre, viviendo una vida ajena a lo que antes conoció, llevando a cabo una actividad de guerra en la que se mata y se muere. Se adhirió al proceso de paz de hace cinco años y ahora acaba de ser elegido diputado nacional por Los Comunes que es el nombre de la agrupación política de la antigua guerrilla. Tiene una hija de tres años con una pareja a quien conoció al suspenderse la actividad armada y cobra la renta básica que vienen a ser unos 200 euros mensuales. Dice que su profesión es la de estudiante porque está realizando un diplomado en administración pública, pero que es consciente de que cuando a finales de mes reciba el acta de diputado su profesión será la de político. Cobrará 20 veces más, aunque una buena parte deberá pasarla al partido. Su acta de diputado no la respaldan los votos sino los acuerdos de paz y luego la decisión del Consejo Político Nacional de su partido que lo propuso. Es consciente de que es miembro de un grupo político estigmatizado por la izquierda y por la derecha, que no sabe de quién debe cuidarse más, a pesar de tener ocho guardaespaldas, puesto que casi 350 de sus conmilitones que dejaron las armas han sido asesinados hasta la fecha. Sabe que debe volver a una estrategia de “menos escritorio y más territorio” y que en la sede parlamentaria en Bogotá la vida será complicada con respecto a las otras formaciones políticas y con relación a los restantes diputados. El hecho de llevar estos últimos años aprendiendo a vivir en una sociedad y en un mundo que tienen poco que ver con lo vivido en el monte le da ánimos. Antes de despedirse mira fijamente a quien ha estado contando su historia y le dice que no sabe si querría ser como Imelda Daza, concejala en el Cesar, que dejó el país tras la matanza de casi 5.000 cargos de la Unión Patriótica en la década de 1980 para exiliarse en Suecia y cuyo regreso ha sido traumático, pues el extrañamiento que supone el cambio de país no podría haberlo confrontado. El interlocutor no puede sostener la intensidad de esa mirada y deja caer sus ojos lentamente.
Baja desaliñado por la suave pendiente de la Avenida Bolivariana. Detrás de él un carro de madera deslizándose a cierta velocidad hace que casi deba ir al trote. No tira por tanto de él, sino que es el carro quien lo proyecta hacia adelante. El carro rebosa de bolsas y de cajas que llevan deshechos que han sido antes minuciosamente clasificados: latas, vidrios, cartones, quién sabe qué otras cosas. Todo va cubierto por una lona y encima un perro tendido duerme con placidez. En ocasiones he visto la escena contraria pues es el hombre quien tira del vehículo con una energía que no sé de dónde saca, pero que me resulta inaudita. Justo cuando está a la altura de un centro comercial un taxi que le precede frena bruscamente por el reclamo de un potencial pasajero, el hombre no puede frenar y gira para evitar chocar con el taxi y un coche golpea su costado. El perro salta sobre la calle, la carga se desparrama con cierto estruendo y el carro se vuelca sobre el hombre que queda atrapado. Todo ha sido vertiginoso y las miradas de las personas que están en la acera se cruzan intentando entender lo ocurrido. Del asombro al horror, de la desaprobación a la conmiseración. Las miradas dan paso a las voces y estas a la acción. El hombre no grita, no gesticula. No está herido, apenas aturdido. Busca al perro. Necesita mirarlo porque requiere de su comprensión, explicarle qué pasó.




Se trata de un hombre mayor, quizá frisa los setenta. Lleva años jubilado, pero está empeñado en hacer el doctorado. Tiene una experiencia sobrada, recabada en el mundo empresarial internacional, ideas interesantes, mucha información y cierta ilusión por hacer algo que siempre quiso llevar a cabo. Tiene una cita con un viejo profesor que quizá pueda orientarlo en ese afán. Han quedado para tomar café en la terraza del primer piso de un centro comercial y ambos han visto el incidente del carro que se ha desarrollado a apenas cincuenta metros de donde están. Solo han intercambiado una mirada de asombro que, sin embargo, no ha detenido su historia en la que cuenta que va a estar navegando cuatro días y que quizá llegue desde Cartagena hasta el archipiélago de San Blas en Panamá. Un paraíso, añade, porque la comunidad indígena que vive allí está protegida y no se permite ninguna construcción. El barco lo compró con otros socios hace cinco años en La Rochelle desde donde lo trajeron en una travesía que duró 40 días después de bordear el litoral europeo, recalar en las Canarias, luego en Cabo Verde y un poco más al sur cruzar el Atlántico. Tiene 13 metros de eslora y unos siete de ancho. Es cómodo para media docena de tripulantes. Advierte de todos los cuidados que hay que tomar antes de navegar con constantes consultas a los servicios meteorológicos; de la imposibilidad de navegar en el periodo de huracanes que es cada vez más incierto. El profesor solo lo interrumpe para formular una observación ingenua acerca de cómo sería el transporte marítimo anterior al desarrollo de la aviación comercial. Sin embargo, él no responde; pareciera que su mirada está centrada en el suceso ocurrido en la calle, pero no es así, es azul y está perdida en su proyecto marítimo.
Caminan por una vereda que sigue paralela al cauce de la quebrada. Un paseante curioso los ve fugazmente como otras tardes. Hoy es ella quien gesticula mientras que su acompañante parece guardar silencio. Cada día el observador juega a imaginar cuál será su afán. Sus miradas, por tanto, no tienen nada de inquisitorias. Son más bien ejercicios en los que deja volar la invención. Una tarea para paliar el tedio que cada vez se hace más intenso. Por otra parte, ha logrado situarse en un lugar desde el que resulta muy difícil que las miradas se crucen; no es que se trate de una atalaya oculta, pero sí se evita el molesto gesto que conlleva ese esquivo intercambio. Si ayer pensó que su presunto silencio y su leve gesto de fastidio ocultaban una desavenencia posiblemente menor, hoy le da por imaginar que ella lo está interrogando acerca del futuro de su relación. Podría también tratarse del relato de una confrontación con una tercera persona, quizá en el ámbito laboral, pero el ánimo del voyeur no está por defender esa posibilidad. La exigencia de mayor compromiso, la demanda de más altas dosis de energía e ilusión parecieran configurar el hilo argumental de lo que indudablemente es un soliloquio porque él parece ausente. La mirada del testigo oculto es así componedora, interpreta las claves de unas vidas ajenas que no dejan de ser las de muchos o incluso de la suya.




La obra avanza con premura. Atrae las miradas del grupo de jubilados que en su recorrido mañanero se acercan para evaluar los logros alcanzados. Se trata de un ritual que supone una inflexión entre el café recién tomado seguido de una tertulia banal y la recogida de los nietos del colegio que dos de ellos realizan diariamente. La mirada de Pedro suele ser distraída y apenas si es capaz de percibir los cambios que se dan en las tareas; sin embargo, sí se fija en el tipo de camiones cuya presencia es diferente cada día. Por el contrario, Sebas es minucioso a la hora de calibrar los más mínimos cambios y recita enseguida los avances registrados en los distintos rubros que van desde el número de personas trabajando, con precisión de sus tareas, al progreso de las estructuras que se van cerrando. Julio solo enuncia lo que ha cambiado con respecto a los accesos. Lito, sin embargo, calla; su mirada se pierde en la lejanía y mientras escucha la descripción en mayor o menor medida detallada de la cuadrilla de amigos atisba otra época, unos momentos que sabe que no están, que dejaron de estar hace tiempo, pero que llenan por un instante el sinsentido de una jornada más vacía en la que el tiempo se descuelga sin remedio. Consciente de que está traicionando algo que no sabe qué es a ciencia cierta, cubre su vista con las gafas oscuras que siempre lleva a mano, no solo no quiere que su mirada se cruce con las del resto, sino que no desea que descubran sus ojos hoy humedecidos porque se trata de un día especialmente asfixiante.




Las miradas se entrecruzan, ya que en el fragor de la conversación pareciera que ha llegado la hora de hablar de miserias. Desde la sobrina anoréxica que en plena crisis ha pegado a su madre, al marido violento de la amiga común que quince años después del divorcio sigue ejerciendo sobre la hija y el hijo una violencia psicológica tenaz, pasando por el padre que teniendo una custodia compartida pega habitualmente al hijo de nueve años. Un círculo infernal de violencia que se enseñorea de quienes hace apenas unos minutos se han encontrado casualmente y han comenzado a ponerse al día de sus últimos avatares. Pero un sino maléfico ha conducido las palabras al terreno de lo abyecto en el que la impotencia se hace presente, de manera que surge la necesidad de dejar de mirarse. Entonces es mejor desaparecer. Cuando las miradas denuncian lo que acontece al derrotero o, peor aun, interrogan sobre la sinrazón humana, el miedo, ¿o no será la cobardía?, se impone. Un gesto de despedida urgente es imprescindible y los ojos buscan ansiosamente solaz para encontrar motivos que acompañen una existencia sin problemas, algo que apenas dura diez minutos.
Llevan hablando un buen rato en torno a unas jarras de cerveza que acaban de vaciar. La perorata tiene que ver con las diferencias que en su comportamiento, pero también en sus expectativas, tienen los hijos en función de distintos criterios como son la edad, el sexo y el orden que ocupan de acuerdo con el momento de su nacimiento. Por muchas vueltas que dan al asunto no se ponen de acuerdo. Los matices complican los razonamientos y producen frecuentes desavenencias con las que, no obstante, se encuentran a gusto. Casi nunca atiende al teléfono mientras están enfrascados en sus disquisiciones, pero en esta ocasión ha girado levemente sus ojos hacia la pantalla del aparato que está depositado encima de la mesa cuando saltó el tímido campaneo. Entonces su ojeada se ha detenido un tiempo que denota que hay algo que atrae su curiosidad y que ha contestado de inmediato. De hecho, se trata de una mirada que pasa de la curiosidad a la ironía. Un gesto visual que es habitual en su comportamiento, pues siempre suele querer ocultar el asombro e incluso cualquier atisbo de emoción. En su regusto por desear tener todo controlado nunca va a aceptar que las cosas suceden de improviso, ni siquiera que algo puede alterarla. Sin embargo, esta vez es distinto. “¿Te das cuenta?”, dice con una mirada que, ahora, a su contertulio le cuesta descifrar. “Recibí un mensaje sobre la promoción de una amiga en el trabajo que contesté de inmediato subrayando que por fin “el mundo se feminiza” y el corrector cambió la palabra y en su lugar envió “el mundo se demoniza”. ¿No es increíble?”.




La conferencia se desarrolla en una sala pequeña que se ha llenado con facilidad. Las medidas de seguridad se han relajado bastante, pero todavía es obligatorio el uso de mascarillas. Mientras se realiza la presentación del acto, el conferenciante ha curioseado visualmente el escenario. Ha detenido su mirada en el mural que se sitúa justo en frente, después de pasar rápidamente la vista por las dos grandes fotografías que jalonan los costados. A la derecha, un bello atardecer contorna el paisaje habitual del río y la ciudad al fondo; a la izquierda hay una composición compleja de un grupo de personas que traduce algún tipo de protesta social. Pero enseguida sus ojos se han detenido en los de alguien que miran con una intensidad especial. La mascarilla y una pequeña gorra recortada no permiten hacerse una idea, aunque solo sea superficial, de la edad o del género de esa persona. Por una indicación sabe que debe comenzar su exposición que, aunque la lleva escrita, sabe de memoria. Sus palabras fluyen con su tono melifluo habitual; el verbo, no obstante, es enérgico. Ha intentado que su intervención siga las pautas de siempre, procurando pasear la vista inopinadamente entre la audiencia y, si acaso, concentrarse en un punto indefinido, pero no lo logra. Cada cierto tiempo retorna a aquellos ojos que mantienen el mismo brillo y de los que siente que emana una fuerza desconocida. Concluido el acto y tras recibir los habituales parabienes gira su cabeza buscando entre los asistentes a alguien que de sobra sabe que ya ha abandonado su sitio. A pesar de su experiencia nunca ha vivido algo así y sabe que a partir de ese momento esa mirada no le abandonará. Una extraña sensación de alegría le invade.




Lleva noventa días en aquel lugar. Su consciencia pasa por estados diversos en los que a veces pierde el sentido del sitio y de su situación, pero en ocasiones sabe de sobra que puede no salir o, quizá peor, ser incapaz de retomar su vida anterior. No sale de la cama ni siquiera para hacer sus necesidades. Sus dificultades para respirar son determinantes. Escucha a menudo las frases de cortesía que le dirigen para darle los buenos días, para animarlo o para prevenirlo acerca de lo que le van a hacer. Casi nunca habla. Sus ojos deambulan, al principio inquietos, por el acotado espacio en el que casi no hay resquicio alguno porque los aparatos lo invaden todo. Lo alimentan mediante una sonda. Su mirada ha ido perdiendo todo atisbo de sorpresa y sus ojos acostumbrados a la incertidumbre cada vez son más mortecinos. No solo no lo entretiene el goteo, sino que el medidor que proyecta gráficas de sus constantes vitales que una vez siguió con curiosidad ahora lo aburre. Hace tiempo que se resiste a mirar al personal clínico con quien durante días no cruza la vista. Se diría que es alguien sin mirada, un sujeto inerte, abandonado a la estulticia, ajeno a cualquier estímulo. Una vida inútil, prolongada por el afán humano, la solidaridad que resulta de un equilibrio entre el entorno familiar y la seguridad social. Sin embargo, esta semana se ha visto invadido por una sensación desconocida desde hace tiempo. No está seguro de si lo ha soñado. Unos ojos grises, dotados de una luz extraña, lo miraron profundamente y él, remiso al principio, mantuvo después la mirada hasta sentir primero miedo y luego una confianza extrema. No hubo palabras, ni siquiera el roce de unos dedos sobre su mano. Supo que dejaría pronto aquel lugar.




Mantiene los ojos cerrados. Si bien escucha sonidos que le resultan familiares hay otros nuevos. Hace ya un rato que ha dejado el nicho confortable, cálido, acuoso en el que ha estado cuarenta semanas y ahora confronta un mundo raro, más frío, seco, en el que su equilibrio está al albur de personas que lo zarandean con cuidado. Ignora muchas cosas y tiene que aprender lo que expresa que lo acojan diferentes brazos, entender el propio significado de lo que siente. La luz constituye otra novedad, una sensación peculiar, casi hiriente, que no sabe cómo abordar. Es cuestión de irse acostumbrando, aunque todavía no lo sabe. Hay ratos en que cae en un profundo sueño que le sigue resultando reparador. Se acaba de despertar y sabe que ha hecho algo distinto pues ha abierto los ojos azules, pero no ve nada detrás de la claridad que todo lo invade. Sin embargo, da lo mismo, para quienes lo han visto será un momento que nunca olvidarán; será su primera mirada.




Hace mucho tiempo que no sale. El ordenador es más que un utensilio de trabajo. Poco a poco se ha ido convirtiendo en una forma de vida. La aplicación que semanalmente mide el tiempo que pasa frente a la pantalla invariablemente señala que el dedicado en la semana fue superior al de la anterior. La última vez marcó una dependencia del 60%. Sabe que en breve llegará a los dos tercios de su tiempo. Si se dice que el ser humano gasta un tercio de su vida durmiendo no tiene dudas de en qué ocupa el resto del tiempo. Dice que nunca se le cansa la vista, que mira con atención y que tampoco se le escapa ningún detalle. Trabaja en cuestiones vinculadas con inteligencia artificial, terreno en el que ha hecho progresos relevantes. La última semana ha avanzado hasta un momento en que supo que el ordenador se anticipaba a algunas de sus decisiones. Sin embargo, hoy se ha quedado paralizado cuando se ha dado cuenta de que nunca había sentido que la máquina lo estaba observando con curiosidad. Una mirada intensa que no solo develaba que sabía todo de él, sino que lo despreciaba.




Cada mañana se mira en el espejo. A veces es un gesto fugaz, incluso de reojo. Otras, la intensidad es tal que puede enlazarla con una visión retrospectiva de retazos de su vida. El pasado suele ser un juguete de ida y vuelta sobre el que especular cuya interpretación depende de la lente que se use. Miradas que sugieren momentos o asuntos que sabe que nunca va a olvidar. Recuerda aquel calificativo que entonces no entendía y que oía con tanta frecuencia en el colegio: lasciva. Rememora la obsesión de aquellos personajes de oscuro para que evitase todo tipo de lo que llamaba miradas lascivas de las que solo sabía que cuando supuestamente acontecían su cuerpo vivía sensaciones nuevas, placenteras. Tardó en darlas un sentido natural y asumir el costado profundo que convertía lo que contemplaba en una dimensión diferente, de significados múltiples. Frente al espejo hace cuentas de ello, de cómo esperaba la sorpresa que de vez en cuando acontecía. Entonces sonreía con ironía alejándose de todo sentimiento de pecado y de aquella cultura oprobiosa de la cancelación. Una sonrisa que ahora reaparece en la comisura de sus labios y ve reflejada, burlona.




Hay miradas que generan miradas. El cine mira para que otros miren. En el Festival de Cannes desde 1978 existe una sección que tiene su propio galardón que lleva por título Un certain regard (Una cierta mirada) se trata de un homenaje a películas originales y diferentes que buscan el reconocimiento internacional. Esta especificidad enfatiza algo sabido que es específico del séptimo arte. Miradas propias de quienes realizan su trabajo que a veces no consiguen transmitir lo que desean porque el público sentado frente a la pantalla interpreta otra cosa. En Belfast, la película de Kenneth Branagh de 2021, hay incluso miradas de otras películas que refuerzan líneas argumentales. Es un viejo asunto del que muchos, Woody Allen o Víctor Erice, por ejemplo, sacaron provecho. Son escuetas escenas de Solo ante el peligro, El hombre que mató a Liberty Balance o de Hace un millón de años que apuntalan no solo el contexto de la segunda mitad de la década de 1960 que vive Irlanda del Norte sino pautas de comportamiento social fundamentales en la propuesta de Branagh. La lenta disolución de los vínculos comunitarios frente al avance del individualismo más desnudo que reflejan las solitarias miradas de Gary Cooper, John Wayne y Raquel Welch.




Los relatos se solapan y llega un momento en que no se sabe quien está a cargo de contabilizar las miradas ni de la capacidad expresiva de estas. Hay miradas vacías cuyo efecto va del menosprecio al horror. No esperan retroactividad ni inspirar sentimiento alguno. No hay pupilas que brillen ni pestañas que parpadeen proyectando guiños complementarios al significado que no existe. Configuran una variopinta colección que se instala en la pared colgadas como nichos. Mantienen siempre el mismo porte esté la sala en penumbra o traspasen el ventanal los rayos del sol. Son miradas desnudas, a veces inverosímiles, insertas en figuras de las que son un mero complemento, irrelevante, aunque necesario. Abusan del número y de la superposición de unas sobre otras. Son el componente de las máscaras que permanece impasible y distante día tras día. “Hoy llegué temprano a la Gare de l’est porque amaneció nevando y cuando esto sucede los trenes tienen problemas… Me preparé rápidamente y tomé el tren para París. Llegué dos horas antes de que saliera el tren para Charleville-Mezières, en las Ardennes. Hacía mucho frío. Me senté donde pude y me puse a leer tus Miradas. Mientras las leía un indigente pasó pidiendo una moneda, me hice la indiferente, pero insistió un poco rabioso, lo miré, abrí mi bolso, busqué un euro y se lo di con amabilidad porque me sentí mal de no haberlo hecho antes. Después bajé los ojos y seguí leyendo. Me pidió que lo mirara, lo miré y me dijo: je ne suis pas méchant, madame. Después, siguió hablándome sobre la tala de los árboles en el Amazonas, cruzamos algunas otras palabras y se marchó. Miradas mientras leía tus Miradas”. Ya es tarde y empiezan los ojos a parpadear.
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