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Lugares

El arco chato

La vida es una cuestión de armonía, una búsqueda constante del centro de gravedad de las cosas. El equilibrio es asimismo un prerrequisito cuando se emprenden nuevos retos: se valora a las personas con estabilidad emocional. También es un deseo de futuro: se buscan las relaciones y el empleo estable. Nada incomoda más que la incertidumbre para quienes planean llevar a cabo inversiones. Tener un fulcro supone resistir mejor, tranquiliza el avatar cotidiano. Hay personas que requieren apoyo permanente para balancear su existencia preñada de inseguridad y de zozobra, mientras que otras se especializan en ser lazarillos, en generar calma en su derrotero.

La ciudad de Panamá, al fondo el cerro Ancón

A finales del siglo XIX la construcción de un canal interoceánico en el istmo centroamericano se había vuelto perentoria. La compañía francesa de Lesseps, que había cosechado un éxito indudable en Suez, había fracasado en Panamá. A las dificultades técnicas y financieras se unía la disputa por el lugar de paso. La vieja vía de la Colonia, reforzada por la construcción de un ferrocarril, competía con otra propiciada por la compañía de Cornelius Vanderbilt que había ido abriéndose en el río San Juan, tributario del lago de Nicaragua. Los agentes promotores de sendas opciones se movían sagazmente. Al final, se impuso la certeza del riesgo que para la magna obra suponía la impredecible actividad volcánica de la zona. La apuesta por la bonanza del canal panameño se salvó con la simple evidencia del arco chato.

Ese arco era una anomalía arquitectónica en la tradición de edificios que habían ido incorporando a lo largo de siglos el arco romano, el visigótico o el mozárabe, todos de belleza singular. Sin embargo, en aquella iglesia de los Dominicos en pleno casco antiguo de la ciudad de Panamá se había optado por una propuesta que, si bien estéticamente no era bella, resultaba funcional; el propio nombre lo denuncia: lo chato como contraposición a lo esbelto. Pero lo importante era su sentido trascendente. Su perdurabilidad a lo largo de más de doscientos años acreditaba que la zona estaba libre de sorpresas telúricas y que, al menos desde su testimonio, la inversión en el canal podía tener luz verde.

Plaza de la catedral, Panamá antiguo

Los arcos son una excelente metáfora de la vida social, del significado de su propósito y del sentido de su estricta configuración. Aúnan cuestiones prácticas con otras de índole estético, coquetean con los materiales de los que están hechos, responden a criterios técnicos y a otros de uso. Los estudiosos del capital social los han utilizado terminológicamente para construir tipologías. Somos materia con la que edificamos construcciones sociales donde la argamasa es la confianza, el afecto, también el interés o el miedo. La búsqueda del equilibrio es constante. Como ese arco pueden llegar a tener finalidades no previstas inicialmente. Pero también están sujetas, como aconteció a aquel, a derrumbes inopinados. El arco chato se cayó en 2003, noventa años después de la inauguración del canal, posiblemente por el deterioro sufrido por el transcurso del tiempo, como sucede en las relaciones humanas.

El color del tiempo

Dos filas de plátanos desnudos enmarcan las aceras de una calle cuyo final no se divisa. Parte de la ciudad vieja y se adentra en los territorios de expansión que una vez fueron arrabales y después intentaron dibujar una modernidad desarrollista. Las casas de una altura, de techos altos y ventanales grandes cerrados con contraventanas de madera y alternando en su cromatismo, dan paso, intercalados, a edificios feos de varios pisos con balcones deslucidos. El aire es melancólico y la luz está perfilada con tonos mate. Da igual el día de la semana que sea, quizá también la estación del año, la ausencia de bullicio es permanente.

Cuando camino azotado por el viento que sube del río o, alguna tarde, mojado por la llovizna del invierno austral pierdo el sentido de dónde estoy. Pareciera que esa falta, sin embargo, fuera una indicación de una existencia arraigada en un lugar concreto en que siempre estuve, como si nunca hubiera dejado de vivir allí, de andar por esos barrios, de quedar empapado por una nostalgia infinita. Algo que choca con la evidencia de quien siempre está de paso, como en tantas otras ocasiones.

Asido a una idea de la vida, al igual que se prende la mano querida, contemplo el paso del tiempo que va de la primera vez a la siguiente y de aquella a ésta. Configuro relatos que en ocasiones escribo y en otras son meros recuerdos desvaídos que hilan una historia que busca ser coherente, dominada por el afán de dejar huella. Por eso no ceso de preguntarme no tanto por el sentido de las cosas sino por cuestiones más intrascendentes, que provoquen al menos una sonrisa cómplice en la persona lectora.

Guacayán en flor

El color es una de ellas. Al igual que diferencia las casas desvencijadas que dejo al costado, es una invitación a referirlo a otras instancias. Si ellas están pintadas de marrón, o de amarillo, quizá de azul marino o de color púrpura, a veces ocre, otras gris, raras veces de blanco, ¿por qué no buscarlo en todas partes? Mi esfuerzo resulta pronto vano so pena de no ser un farsante. ¿No son el agua o el aire, por definición, incoloros? Porque, si dejaran de serlo o bien estarían mostrando la evidencia de un estado tóxico o serían una pura fantasía que desaparecería en un breve lapso.

No obstante, en Montevideo descubro que es factible algo que el sentido común rechaza poder ser objeto de cualquier color. El tiempo es una de las grandes abstracciones que todo el mundo maneja que, sin embargo, ingenuamente, se aprehende con diferentes mediciones desde los albores de la humanidad. Son muchos otros los adjetivos y los adverbios que lo acompañan. Pero yo, en esta ciudad, sé que hay un color del tiempo, indefinido, difícil de precisar, que emana de una sutil mixtura entre el pasado, sus gentes, sus calles y casas, el influjo del río y la propia forma en que pasa de tarde en tarde, cada pulso vital.

Contrastes

San José de Costa Rica

El centro de San José es uno de los más feos del mundo. Cuesta trabajo encontrar armonía en sus calles, belleza en los edificios, hitos del pasado incrustados en propuestas de futuro. El tráfico es caótico y los viejos autobuses que integran el transporte público compiten en la generación de gases y de ruido. Pasear por sus calles es una aventura real porque apenas si hay una zona peatonal, las aceras son muy estrechas y las plazas no abundan. Los aguaceros, que comienzan en mayo y que se extienden hasta bien entrado octubre, tapan los frecuentes baches de la calzada haciendo todo aún más penoso. La llegada desde el aeropuerto, en un país cuya economía depende en gran medida del turismo, es una tortura de casi dos horas para un trayecto de apenas 18 kms, algo que penan también quienes viven en ciudades populosas del conurbado como Alajuela, Heredia o Cartago y se desplazan al centro capitalino diariamente. ¿Importa?

San José de Costa Rica

A pie de calle apenas si se puede percibir la maravilla que supone el paisaje de las montañas que contornan el valle central donde está situada la ciudad, salvo cuando se está en un piso de alguno de los pocos edificios altos. El hurto de la visión de la naturaleza, que hace del país uno de los que tienen mayor biodiversidad del mundo, es otro factor que pareciera conspirar contra la imagen de San José. Pero existe la posibilidad de otras miradas. Por ejemplo, Costa Rica tiene al 95% de sus ya casi cinco millones de habitantes cubiertos por seguro de salud, el 100% de la población entre los siete y los 12 años está escolarizada como lo está el 50% de quienes tienen entre 18 y 22 años. Su gobierno es elegido democráticamente de manera ininterrumpida desde 1949, cuando se eliminó el ejército, y el presidente Luis Guillermo Solís, quien prohibió por decreto que su foto presidiera lugares públicos, cuando viajaba para realizar una visita oficial lo hacía en un vuelo en clase turista. ¿Interesa?

Mercado en San José de Costa Rica

El observador a menudo tiene que contrastar numerosos datos que la realidad le ofrece constantemente. Sopesar su significado dándole sentido, no solo para entender lo que sucede sino incluso para comprenderse a sí mismo. No ceja de comparar lo que le acontece en su fuero más íntimo con lo que sucede afuera. La fealdad dictada por una determinada estética, la comodidad definida por cierto tipo de racionalidad, los datos de diferentes indicadores que intentan medir variables sociales básicas, el comportamiento de la máxima autoridad política, apenas si son imágenes fugaces que recibe en una sola jornada. Su tino es el responsable de establecer lo que importa frente a lo irrelevante. Realizar, finalmente, un juicio moral que enmarque lo que acontece, sopesando aquello que debe ser puesto en solfa o, simplemente, relegado al olvido. Son los contrastes del día a día, las contradicciones de lo complejo. Un arco iris donde a veces los colores se difuminan sin avisarnos de su mengua.

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