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La sociedad del consumo

Agua

Uldarico vive en Papayo, a orillas del río San Juan en el Departamento del Chocó. Estudió durante cinco años Biología en la Universidad Indígena del Cauca. Durante todo ese tiempo viajó una vez al mes en traslados de dos horas en lancha y diez por carretera. En Popayán, ciudad donde tiene la sede esa universidad, permanecía 15 días y luego regresaba a su territorio. Como trabajo final de su licenciatura analizó las aguas del río buscando determinar las causas que generan dolor en su comunidad. Desde hace tiempo el 95% de los pobladores tiene infecciones en la piel, problemas de crecimiento y desarrollo incompleto de los pulmones, los riñones y el hígado. El uso del mercurio por parte de la minería ilegal para la obtención del oro, una práctica que viene desde la colonia española, pero que se ha incrementado exponencialmente en los últimos lustros en esa región de Colombia, es el gran responsable de ese desaguisado.

Hay montones de historias similares. Esta es ejemplar porque reúne aspectos muy diversos, pero lo que me interesa destacar es la relación de absoluta dependencia que tenemos con el agua. Un beneficio vital al que apenas se presta atención. La mercantilización, que todo lo envuelve, la considera, en el mejor de los casos, un recurso. Su carácter de bien público se disfraza ante la necesidad de incorporar a su uso prácticas de potabilización y de conducción a pueblos que en cuestión de dos o tres décadas han multiplicado exponencialmente su población.

El milagro de que salga una gota simplemente para lavarse las manos cuando se abre un grifo y, ya no se diga, para beber o cocinar, supone inversiones cuantiosas que animan negocios lucrativos cuando la Administración decide llamar a concurso a empresas privadas para poner en marcha el asunto. En Bolivia, fueron famosas las movilizaciones de protesta que produjeron una situación así y que, en 2010, Iciar Bollaín plasmó elocuentemente en su filme También la lluvia. Un proceso que ayudó a aupar al poder por tres lustros a Evo Morales.

Sentados en una terraza mi acompañante pide una botella de agua de una marca que nunca había escuchado. Me dice que lleva años sin probar alcohol ni bebidas azucaradas. Ignorante, le pregunto si es capaz de diferenciar entre las distintas posibilidades de aguas minerales e incluso, más audaz, si sabría diferenciar el agua del grifo de la embotellada. Su mirada sorprendida no diría que esconde desprecio, pero si un atisbo de arrogancia. “¡Faltaría más!”, responde, y continúa sin darme posibilidad de decir nada: “El agua hace tiempo que es un artículo que también presta distinción a quien lo consume, por eso las distintas embotelladoras compiten por la excelencia trayendo al mercado la mejor calidad y la que he pedido concita un acuerdo unánime entre las diferentes agencias de control a la hora de situarla de manera incuestionable en primer lugar”. Con timidez, repito la pregunta que ahora formulo de modo ligeramente distinto: “¿En qué notas la diferencia?” “En la marca”, afirma.

Cadenas de valor

La jerga académica está llena de términos que se crean en momentos felices. Algunas veces estas situaciones están dominadas por el azar, otras por un proceso racional bien enmarcado de acuerdo con procesos canónicos. Cabe también que se dé mitad y mitad. Son producto, en cualquier caso, de investigaciones que se dan en debates en foros de especialistas o fruto de la especulación solitaria. Su nicho es normalmente el proceso de elaboración de una ponencia que va a presentarse en un congreso de la especialidad y que luego, con suerte, podrá convertirse en un artículo o, con mayor ventura aun, en un libro.

Para la mayoría son expresiones construidas con palabras de uso relativamente frecuente, pero que hilvanadas tienen un arduo significado. Sin salirme del ámbito de las ciencias sociales, el público ha escuchado con frecuencia términos como “el buen salvaje”, “la rebelión de las masas”, “el fin de la historia”, “la democracia delegativa” … Detrás de cada una hay una realidad compleja que queda suspendida con ese puñado de palabras. Solo tras leer el texto que las acogió se tiene una idea cabal de su profundo sentido. Hoy está ocurriendo algo similar con el término de cadenas de valor.

En medio de la perplejidad del momento actual surgen voces autorizadas que señalan el impacto que a la hora de la deseada recuperación económica tiene el hecho de que dichas cadenas no solo se hayan roto, sino que su recomposición diste mucho de ser una realidad. Un sofisticado mecanismo entrelaza procesos productivos sucesivos que se dan con independencia del factor geográfico, pero teniendo siempre muy en cuenta que, en un marco de confianza, se dé una oportunidad utilitaria. Es decir, que cada paso concreto sea confeccionado con el mejor provecho posible o, mejor, al costo más barato. Así, el resultado es, aparentemente, óptimo para el supuesto soberano que es el consumidor final.

Leo un artículo en una revista especializada que explica muy bien este escenario. Sin embargo, mi atención, como tantas otras veces estos días, se dispersa. Pienso en ambos términos por separado. Si “cadenas” se vincula, en su primera acepción, con algo que ata, lo que en mis pensamientos me lleva a cierta inquina, “valor” aparece como algo positivo, algo dotado de una carga que por sí misma es auténtica. Sé, entonces, que el problema radica en que debo usar la segunda acepción de “cadena”: eslabón. Eso me da cierta tranquilidad por su sentido más instrumental, al fin y al cabo, es una pieza.

No obstante, es “valor” lo que sigue produciéndome zozobra. En el diccionario aparece vinculado en primer lugar a utilidad y en segundo término a precio. Es decir, soy yo el equivocado. Trasnochado, lo entendía con aquel significado preñado de un espíritu que infunde coraje, capacidad de resistencia, valía. Atribulado y sin lograr centrar mi atención dejo el artículo de marras cuando el teléfono suena. Un amigo me pregunta si tengo unas cadenas de bicicleta porque las suyas se han roto. “Sí”, respondo. Sé de qué me habla.

El consumo

Pertenezco a una generación que ha llevado relativamente mal su relación con el consumo. Socializado en la avanzada posguerra fui testigo del paso de la escasez en las estanterías a cierta abundancia, de la precariedad en el estilo de vida a la variedad en ofertas que poco a poco eran asequibles. Inmerso en una sociedad que había cambiado drásticamente, su calificativo “de consumo” se hizo pronto señuelo de quienes defendían el modelo como la única senda de desarrollo, al igual que sus opositores que lo denostaban por tratarse de una vía espuria. Para los primeros era el impulsor necesario y suficiente, para los segundos suponía el camino seguro a la alienación oprobiosa.

No se trataba exclusivamente de una cuestión de modelos econométricos en el que desempeñaba un papel estelar el equilibrio entre oferta y demanda. Era algo más, puesto que lo que se confrontaba se situaba en un terreno ideológico donde se definían prioridades existenciales. Al haber convertido al mercado en el motor de la economía y constituir esta el rasgo definitorio por excelencia de la vida, aquel lo atravesaba todo. No solo se consumían bienes comestibles que hacía tiempo habían dejado de ser extraordinarios, también estaban los de confort, inmuebles, productos culturales, experiencias de toda guisa. Patrones que habían llegado a ser supuestos derechos fundamentales (salud, educación, vivienda) también eran productos de consumo. Se pasó, de individuos, ya no me atrevo a decir ciudadanos, a consumidores.

Estamos a mediados de la década de 1980, el país por fin se ubica en la modernidad. Mi amigo, apoyando su codo en la barra del bar donde solemos tomar café, me habla de algo que hasta entonces ignoraba. “Lo importante”, me dice, “es la capacidad de consumo que cada uno tenemos”. “Somos de una quinta”, añade, “que esa capacidad es muchísimo más elevada que la de nuestros padres e infinitamente más alta aun que la de nuestros abuelos. Debemos, por tanto, vivir en consecuencia. Recordemos que el banco siempre nos va a dar un préstamo en función de esta capacidad, hay que vivir endeudados”. Una amiga presente tercia para preguntar: “¿y eso será así para nuestros hijos?” Sin apenas dejar respirar, el amigo responde “por supuesto, la capacidad de crédito siempre es ilimitada”.

Desde hace tiempo, tras cualquier crisis la obsesión es la recuperación del consumo. Como un viejo mantra que se repite sin matices, sin plantearse de qué uso se está hablando. Se trata de una urgencia imponderable. Revitalizarlo ya para salir de este agujero, de una economía parada dicen. No importa en qué dirección. Hay que llegar rápidamente a una fase que los especialistas llaman de “consumo revancha”, donde la pulsión por el gasto desenfrenado todo lo invada. ¡Abrid ya la economía! Abarrotad los centros comerciales, proclamad a los cuatro vientos ofertas inverosímiles, ya no del 3×1 ¿por qué no del 4×1?, ofrecerte aquello que persistentemente quisiste tener, porque siempre lo deseaste ¿no?, en 20 cómodos plazos sin interés.

Todo ello, sin embargo, viene acompañado por algo añejo: a quienes lo cuestionan los llaman comunistas.

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