Uno guarda fotos como conserva recuerdos. Las primeras se toman con paisajes de fondo que comparten mucha gente, a veces millones. Vistas naturales idílicas, acantilados de Finisterre con el sol detrás en el ocaso, bellezas arquitectónicas que acumulan siglos: pirámides, templos, acueductos, coliseos, palacios. Uno está solo o en pareja, quizá en grupo. Adopta una pose circunspecta, una sonrisa impostada o un gesto de felicidad sincera. Detrás el mar o una catedral.

Los recuerdos permanecen en el umbral íntimo de las personas, no hay objetivación posible al contrario de las fotos. De hecho, de estas se decía antaño que se obtenían tras un proceso de positivado. Los recuerdos son un constante agobio que conspira contra la posibilidad de hacer descansar el pasado porque, a diferencia de las fotos, admiten elucidaciones diferentes y se tiende a reinterpretar su significado. Como sucede con los personajes de Lluvia fina de Luís Landero que construyen una trama tan poderosa que puede llegar a terminar con la vida de un tercero que los atesore.
Fotos y recuerdos son eslabones del afán humano así que pareciera que no solo no se pudiera vivir sin ellos, sino que son constitutivos de su naturaleza prosaica. A veces configuran los peldaños de escaleras que pretenden alcanzar la reparación de un relato justificativo de un determinado estatus. En ocasiones son evidencias del surgimiento de un amor, o de la construcción de un rencor. Pueden constituir coartadas para justificar lo que apenas sucedió en un instante permaneciendo abierta la duda del acontecer subsiguiente.
Si es frecuente denunciar la sobrevaloración que se puede tener de un recuerdo concreto de la vida es más raro encontrar a gente que tenga el coraje suficiente para denunciar las trampas que pueden envolver a una foto cuando esta exhibe el paraje idílico que todos desean. La plasticidad de los recuerdos soporta mejor la dureza de lo que permanece inmutable en el papel o en el mundo digital.




Paris es una de las cinco ciudades donde más tiempo he vivido. Recuerdos y fotos se acumulan en mi bagaje de forma sobresaliente y con cierta fruición. Aquellos son muchos, variopintos, dispersos, estas son pocas y tienden a mostrar sitios consabidos. Una registra al Pont de Sully en el costado del Quai de Béthune, la orientación es río abajo. Hace sol y es primavera, sonrío. Mi afán habitual está en plena ebullición. En un momento esa foto superpuso un vacío ennegrecido, y mi cobardía, como la de muchos, hizo que no tuviera coraje para denunciar el espectáculo mediático organizado a partir del lamentable incendio destructor, como no pararon de repetir, de uno de los grandes iconos de la cultura europea. ¡Cómo no cuestionar la recolección para su reconstrucción de 600 millones de euros en menos de 24h, la apertura de una suscripción popular o que se pidiera a los eurodiputados que donasen un día de su sueldo! Sin demagogia. Pero estoy confundido por el trastoque de valores, de prioridades, anonadado por la banalidad.
Lo cotidiano entonces se interrumpe. El guía turístico debe incorporar un relato diferente en un tono como hace la madre cuando advierte al niño acerca del nuevo acontecer o el profesor frente a la alumna confrontando la novedad científica. Requerir atención supone una acción de ida y vuelta que se incorpora a la rutina de la vida. Una demanda dominada por la empatía que reivindica la necesidad de ponerse en la piel del otro; precisa de la predisposición para estar pendiente de lo que va a acontecer, pero también del embrujo que emane de la propia apelación. En esta relación de tipo dialéctico, donde la oferta y la demanda actúan al unísono, tan importante es el foco como el receptor.
Sin embargo, a mí, ahora, me interesa más este último, el sujeto a quien se invita a estar atento. Se sabe que el entrenamiento de la atención, en combinación con el silencio, una determinada quietud y la apertura hacia el cuerpo y el entorno mientras se observa el desfile de pensamientos con desapego, desarrollan en la persona practicante mayor conocimiento, sosiego, estampa y bienestar.
En los últimos años se ha enseñoreado de un costado de la plaza pública la práctica de la atención plena, que es la traducción al español del término anglosajón mindfulness. Su éxito se ha debido, en gran medida, a su incardinación en el ámbito de los programas de formación de las escuelas de negocios. No obstante, su alcance traspasa ese inmediato pragmatismo adentrándose en otros pagos vinculados con la meditación y una serie de aspectos conexos que despiertan mi curiosidad. Uno de ellos tiene que ver con liberar, día a día, la más pesada carga del yo, así como con el hecho de aligerar el cada vez más oneroso agobio de la identidad, en un momento como el actual en que ambos se han adueñado de la existencia de muchos.




En un mundo en que el selfie domina la esfera del exhibicionismo imperante el enclaustramiento no deja de ser una rareza que apela a algo más que la estricta soledad. Asimismo, es provocadora la imagen del romero que no desea que hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo o del caminante que solo hace camino al andar.
Hoy la distracción es un estado permanente que aleja de la vigilia. Ahuyenta cualquier posibilidad de concentrarse en lo relevante porque, además, somos profundamente incapaces de definir lo que importa. Alimentada por el ruido permanente que nos rodea es una poderosa aliada del narcisismo que nos seduce a la mayoría. Enredados en una trama de pasatiempos no solo no atendemos, sino que no hay conciencia de que estemos distraídos. Atrapados, asistimos a un espectáculo periódico en sesión continua que nos entontece progresivamente. Babeantes, contestamos desconfiados que no nos distraemos mientras hacemos oídos sordos mirando de reojo al móvil, siempre acunado en la mano como un señuelo de poder ilimitado.
En última instancia, escucharemos un lejano gemido que, lejos de activar algún resorte que deje atrás nuestro desvelo, lo asumiremos como el aviso inesperado por el que nuestra necia falta de atención es la antesala del final. Lo cotidiano dejará de serlo.




En otro orden, un lugar por excelencia donde para millones de personas se construye la cotidianidad lo constituye el metro. Un trayecto de una docena de estaciones da tiempo para muchas cosas que se reproducen día tras día. La cabeza puede dar vueltas a obsesiones recurrentes: la hipoteca cuyo débito mensual angustia con los 18 años que quedan todavía por delante; las contrariedades del hijo adolescente y su compleja adaptación a la pandilla; lograr que los padres octogenarios, que se resisten a meter a alguien extraño en casa para que les echen una mano, lo acepten; conseguir un curro complementario que palie la precariedad de la actual situación laboral; intentar sortear el último fracaso sentimental evitando buscar falsas culpabilidades; las disputas con tu ex por los caprichos que cree permites a los hijos; el compromiso de terminar un trabajo para el que apenas queda tiempo, cuando no hay un problema de (in)competencia. Son viejos asuntos que apenas si se proyectan en los rostros de la gente ensimismada cuyas caras sí se reflejan en los cristales de las ventanillas cuando se está dentro de un túnel. Uno solo observa a los demás.
Salvo una insólita joven con un libro en sus manos que lee con avidez y envidiable concentración, el resto está atento a sus móviles: juega, chatea, ve fotos, escucha música, lee. Solo una pareja de emigrantes desinhibidos habla. No hay nadie que cante, ni que toque algún instrumento, ni que pida una limosna, o, como ahora se dice, una ayuda. Se trata de un espacio universal, cotidiano, rutinario, a veces alienante, con gente que entra y sale, pues, como dice Cortázar, “viajar en el metro es como estar metido en un reloj” con estaciones separadas dos minutos, un tiempo que pudiera ser de ficción, pero ahora no lo es. Sé que es posible hilvanar un relato imitando al gran cronopio, al que lo fascinaba el subte, y que en sus travesuras la cognición pudiera plantear otras interpretaciones sobre lo que veo, pero esto es real.




Como lo es la chica con boina sentada al lado de la barra a la que me agarro. Cuando entré en el vagón ya estaba allí. Mantenía un cuaderno abierto en su regazo. Las hojas estaban en blanco, como el mío hace un rato. Con un rotulador fino comenzó a dibujar con trazos firmes y precisos en negro. Pronto había configurado un semblante femenino, después el cuerpo, las extremidades en pose sentada, con las piernas cruzadas. Enseguida otros rostros en diferente perspectiva y tamaño menor enmarcaban al dibujo inicial. El sombreado posterior añadía matices y generaba un diálogo entre las figuras sencillas que hacía volar la imaginación en torno al argumento de éste. Posiblemente habían transcurrido diez estaciones. Nadie parecía atender al momento de creación que ocurría allí pues rompía la monotonía de la cotidianeidad. Las hipotecas, los hijos, el trabajo, los padres, los móviles, los amantes tenían secuestrado al pasaje. Cuando llegó su estación ella cerró el cuaderno y antes de levantarse descubrió mi curiosidad con un fulgor en sus ojos que me aturdió. Quise darle las gracias, pero no salió ninguna palabra de mi boca. Entonces nos sonreímos.
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