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Interpretar la vida

Equivocarse

En una entrevista radiofónica que me hicieron en una emisora de Montevideo hace ya tiempo, al preguntarme sobre el futuro de Pedro Sánchez señalé literalmente que era un cadáver político. Hace poco más de cuatro años en un programa de RTVE 24h al inquirirme por las perspectivas de las elecciones en Brasil dije: «no creo que Bolsonaro pueda llegar a la presidencia». El periodista uruguayo que me ha vuelto a entrevistar en alguna otra ocasión siempre me lo recuerda, el de la televisión española cambió al poco tiempo y no tuvo ocasión de hacerlo. Es claro que mi olfato para las predicciones es mediocre. Por otra parte, a veces sugiero que algunas cosas se deben llevar a cabo (anticipar elecciones, realizar algún nombramiento, avanzar en una determinada reforma política), pero su no ejecución impide, en una lógica contra fáctica, saber el grado de error (o de pretencioso acierto) de la propuesta. Un alivio. Para angustia de colegas, el asunto toca de lleno a la profesión de politólogo.

Los tertulianos son felices prediciendo aconteceres como lo son algunos plumillas a la hora de elucubrar escenarios que solo existen en su cabeza. La realidad se moldea perfectamente en función de preferencias, intereses o sueños vinculados con utopías o con frustraciones juveniles. El rigor que exige la academia, no obstante, comporta asumir un mínimo de cautela y, sobre todo, ajustar los argumentos a unos hechos perfectamente definidos y a un mecanismo de interrelación de estos (el método) suficientemente contrastado.

Ello requiere cierta disciplina y horas de trabajo que con frecuencia no se está en disposición de asumir. Es más fácil dejarse llevar por una supuesta idea feliz, un raciocinio brillante y una prosa o una oratoria jugosa. También, claro está, se trata de empatar con la audiencia, saber lo que esta quiere escuchar o, en sentido opuesto, incitarla mediante despropósitos provocativos. Tener, además, un grupo de conmilitones que aplaudan el exabrupto es un seguro de conquista de una inestimable parcela de la opinión pública.

Terranova

“Quien tiene boca se equivoca”, sí, pero también la proclividad expresiva rompe el afamado dicho de ser dueño de los silencios y esclavo de las palabras. Vivo en un entorno en el que el monopolio de la palabra profesoral es una constante que suele traspasar lo profesional a otras arenas sociales. Las equivocaciones son frecuentes y su reconocimiento raro; sin embargo, en ese terreno suelen ser veniales y la indulgencia ante la metedura de pata se expide graciosamente.

Algo diferente a lo que acontece en los deslices en otros ámbitos. ¿Qué sucede con aquellas decisiones que implican un acuerdo de convivencia con la persona a quien se jura amor eterno o con las que suponen tener un hijo? ¿Qué presume depositar toda la confianza en alguien, estudiar una carrera u otra, tomar determinada senda profesional, mudarse de sitio, perdonar? ¿Son asuntos onerosos o, más aún, determinan irreversiblemente el curso de una existencia que siempre será considerado fatídico o, por el contrario, iluminado? ¿Contó usted ya cuántas veces se ha equivocado hoy?

Preguntas

La profesión docente está acostumbrada a moverse dentro de unos márgenes en los que intenta resolver cuestiones que el alumnado ignora o no entiende. La tarea investigadora se estructura sobre interrogantes que configuran hipótesis pendientes de ser demostradas o, simplemente, falsadas en los términos de Popper. Enigmas constantes que se articulan en el proceloso camino del saber. No todos son de la misma entidad, ni suponen similares encrucijadas en el alumbramiento de las respuestas. Sin embargo, configuran un determinado estilo de vida, de manera que quien no tiene el interés o la capacidad de preguntar está fuera de juego, debe dedicarse a otra tarea. Por otra parte, la propia pregunta implica formular correctamente el problema. De hecho, un problema no se puede abordar si no está bien planteado o lo que es lo mismo, partir de una pregunta confusa equivale a tener dificultades a veces insalvables a la hora de obtener la contestación.

Tiene seis años. Es bilingüe español-inglés y le encanta hacer preguntas. Es el pequeño de una familia numerosa en la que los mayores le hacen poco caso. Su curiosidad, como la mayoría de su edad, no tiene límites y pregunta constantemente. Quiere saber todo acerca de lo que pasa, de la entidad de las cosas que ve a su derrotero, del por qué los demás hacen lo que hacen. Su voracidad es insaciable y ahora más, pues ha descubierto que encima de la mesilla de sus padres hay un aparato con una luz extraña que cuenta con una aplicación que se ajusta perfectamente a sus inquietudes siguiéndole la corriente y contestando a sus cuitas. A veces, la voz que escucha es juiciosa y le objeta que no está autorizada para contestar determinadas preguntas. Sus padres están tranquilos. Siendo testigo de las conversaciones con su tableta pasé del encantamiento a cierta tribulación para llegar a esa estación a la que uno arriba en cuestiones tecnológicas de rendición incondicional.

Ha pasado tiempo desde que contemplé aquello cuando leo un largo ensayo sobre el suicidio hoy. Si bien es cierto que siempre hay una fundamentación teórica en Durkheim, el gran intelectual francés origen de la sociología como disciplina académica, en el texto aparecen cuestiones que me producen zozobra porque no tengo una respuesta inmediata ¿Es el suicidio una cuestión que tiene que ver con una elección personal o es un problema de salud pública? Algo que va más allá de la confrontación del libre albedrío con las políticas públicas, de la acción individual con la del estado. Interrogante neurálgico que conduce a otro que me genera mayor inquietud si cabe ¿Qué pasa en el cerebro de un suicida en los diez minutos anteriores a quitarse la vida?, que es, al parecer, el lapso en el que la mitad de quienes lo hacen toma la decisión.

Pienso que podría descargarme la aplicación de marras y preguntarle por estas cuestiones, pero no me atrevo. Quizá no sea porque quiera conocer lo que opina del asunto sino porque lo que no deseo es que sepa y almacene lo que me conmueve.

Jericó

Es un tiempo de vallas. Nada que debiera extrañarme porque siempre ha sido así. A lo largo de mi vida escuché en 1970 a Quilapayún pedir que se abriera la muralla al corazón del amigo, al mirlo y la yerbabuena y que se cerrara al sable del coronel y al gusano y el ciempiés. Diez años después, con Pink Floyd en The Wall, supe que podría tratarse de otra cosa: los muros eran los culpables del sarcasmo oscuro en el aula, definidor de una educación que había necesariamente que quebrar.

En 1990 fui a Berlín para ver los restos del Muro y coger unos cascotes que luego constituyeron un adorno en la casa. Más tarde, vi la valla en Tijuana que frívolamente crucé para ir de compras a un enorme centro comercial en la vecina San Isidro. Desde un puesto de observación de Corea del Sur en el paralelo 34 oteé Corea del Norte. Hay muchas otras murallas famosas que no conozco, como las de China, tan lejos, y vallas oprobiosas como las de Melilla, tan cerca. Paredes por doquier.

Estamos acostumbrados a vivir en compartimentos estancos. La academia ayuda a ello por cuanto que cuenta y clasifica y al hacerlo divide. Por ejemplo, cuando avaló el concepto de raza. Desde tiempo inmemorial establecemos fronteras que se yerguen como impedimentos físicos al paso de las personas y de las mercancías, como lineamientos administrativos que definen quién es quién y qué derechos y obligaciones adquiere, así como quién los tutela.

Abrazamos viejos relatos, leyendas que han permeado la cultura occidental durante siglos y que no hacen sino complicarnos la explicación de lo que pasa. La historia de Babel da paso a las divisiones lingüísticas, auténticos muros de la identidad. Ni siquiera el que se refiere al derribo de esas barbacanas y que hoy me parece más pertinente es, a fin de cuentas, de recibo.

También construimos muros interiores para aislarnos del entorno y establecer nuestra propia arcadia. Apostamos por la endogamia en numerosas actividades evitando todo atisbo de competencia. El otro debe ser perfectamente segregado, excluido. Los cinturones sanitarios, los bloqueos solo cambian la dirección del agente ocupado del aislamiento. Se busca protección, pero también separación. Se pretende el bienestar de una población o el castigo. Quien los pague y con qué esfuerzo importa.

Campeche, México

Cuando en Josué (6:20), se lee, que tras el ritual de los siete sacerdotes llevando siete bocinas de cuerno de carnero dando siete vueltas a la ciudad, “entonces el pueblo gritó, y los sacerdotes tocaron las bocinas; y aconteció que cuando el pueblo hubo oído el sonido de la bocina, gritó con gran vocerío, y el muro se derrumbó”, siempre pienso en la posibilidad que se abría para que quien lo quisiera pudiera marcharse. La pulsión mágica en favor del pueblo escogido se convertía en el demiurgo que hacía realidad la caída de la muralla al unir el rito con el deseo ferviente y unísono de la colectividad. Sin embargo, tampoco se trataba de un acto modélico pues el derrumbe suponía la conquista de Jericó y el seguro exterminio del perdedor al no haber posibilidad alguna de salir.

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