Avanzan por la calle delante de mí. Pudieran tener mi edad, aunque esa es una apreciación siempre difícil de precisar. Caminan con sosiego, se diría que gozan del frescor de la mañana o de la animada conversación que mantienen. ¿O no será la pura compañía lo que las anima? Los dedos de la mano derecha de una entrelazan los de la mano izquierda de la otra. No debería ralentizar mi marcha ya que voy con prisa, pero algo me lleva a no adelantarlas, a seguir a su espalda lo suficientemente cerca para captar la muy placentera sensación de serenidad que me transmiten y, a la vez, no incomodarlas. Me doy cuenta de que soy un voyeur galante o, mejor, alguien que no ignora el valor de ese gesto tan sencillo y que al mismo tiempo es tan arduo de establecer.

Cogerse la mano es un gesto arcano. El afecto compite con el apoyo. La piel reseca, los dedos como sarmientos, el corazón aterido, el pensamiento en otra parte, suponían argumentos suficientes para inhabilitar el arrumaco que signó los paseos por la alameda o en el malecón cuando el calor de los cuerpos, los sueños compartidos, se transmitían de manera tan sencilla. Tampoco la ayuda solícita estaba exenta de la brusquedad del tirón que agarraba la mano para evitar la caída.
Comenzar a ir de la mano suponía en mi juventud la confirmación pública de una relación que hasta un segundo antes era secreta o que, quizá, mantenía dudas sobre su propósito. Sellaba que una pareja comenzara a salir, la evidencia notoria del principio de algo. Hasta entonces el paseo de los niños en grupo, las manos que se echaban en trances que constituían pasajes complicados, eran apenas señas de solidaridad, de compañerismo infantil. Luego, cogerse la mano era el salto a una siguiente estación que abría las puertas de la edad adulta hasta que llegaba un día, sin saberse bien por qué, en que las manos se separaban para no volverse a entrelazar.
Se acercan a los ochenta años y constituyen una pareja que camina de la mano en la Plaza de España. Es una tarde de otoño bañada por una luz limpia que parece dejar al día en suspenso. Su andar es muy pausado, se apoyan la una en el otro, no sé si hablan entre ellos. A veces se detienen para tomar aire o simplemente para fijar la vista en algo que les ha llamado la atención. Son mis tíos a quienes diviso en lontananza; han salido a dar su habitual paseo vespertino y yo me encuentro, por casualidad, cruzando la plaza camino de un cine.

La mujer que me acompaña, y que también los reconoce, me dice, con una nostalgia anticipada, que le producen envidia y que ella querría llegar a su edad y tener siempre a su lado la misma mano a la que apretar y de la que estar segura de su ineluctable compañía. Cerciorar una mano firme, compañera, fiable, de alguien que permanezca a su vera. Un sudor frío me invade de repente porque sé que mi mano no será la que ella apriete.
Hay otros gestos más sutiles que suponen lances menos explícitos. Cambiarse de acera es uno de ellos. Cuando no se desea que el desplante sea obvio puede camuflarse como un acto fortuito.
La política de la nostalgia de que habla Mark Lilla recuerda muy bien el avieso significado de esas tres palabras que puede llegar a tener un sentido equivalente al cambiarse de chaqueta. Saltar de un lado al otro de la vereda de las identidades políticas, de las ideologías omnicomprensivas, ha sido siempre mal visto y ha supuesto el más rico de los nutrientes en que se cultivaban los canallas o, en ocasiones, los héroes. La traición, que rompía viejas lealtades acuñadas mediante juramentos sagrados, suponía la quintaesencia del oportunismo que conllevaba, cuando salía mal, comparecer ante el pelotón de fusilamiento, mientras que cuando era exitosa se celebraba la clarividente astucia de quien oportunamente mudaba de ropa. También se encontraban quienes saltaban del caballo para dar con la presumida luz verdadera.

En las veladas nocturnas de los veranos de mi infancia siempre oía ese término a la par que los mayores bajaban la voz. Cambiarse de chaqueta, cambiarse de acera. Yo sabía que había vecinos que vivían en la acera de enfrente, pero entonces no comprendía el significado de ser de la acera de enfrente y menos aún el sentido que traía consigo el cambio de acera fuera de buscar la sombra.
Con el tiempo he conocido que detrás de una decisión de esa índole hay numerosos propósitos que no siempre son claros para observadores externos. Gestos de cobardía o de valentía, villanos o titanes, extrovertidos o tímidos. Además, el propio cambio está sometido a un comportamiento variable de manera que no hay un patrón único. Hay quienes a lo largo de su vida cambian una sola vez frente a otra gente que lo hace con cierta frecuencia; quienes cambian de forma explícita y con grandes alharacas que contrastan con las personas cuya secreta mutación se produce en su más profunda intimidad. Cambiar de acera es un acto palmario, hacerlo de modo seguido genera desconcierto solo entendible bajo la circunstancia de que alguien es seguido y quiere despistar a sus perseguidores.

El otro día, alguien que venía en sentido contrario al mío por la acera en la que yo andaba titubeó torpemente antes de lanzarse en medio del tráfico de la calle para alcanzar en un soplo la otra orilla. Su movimiento fue tan brusco y deslavazado que llamó mi atención, de modo que entonces vi fugazmente su cara sin que dejara de perder el rictus de ira que la envolvía. El semblante de quien fue…, ¿qué importa qué? Una expresión acerba que se confundió entre las imágenes en mi memoria. Un rictus que se desvaneció entre los rostros de las otras personas presentes. Poco más adelante, cuando intuí que ya habría quedado a mi espalda alejándose la estela de su presencia, crucé así mismo la calle, abordé la nueva acera que brillaba soleada y seguí mi camino sin interrogarme por las razones, el impulso, que originó aquella espantada. La necedad de la vida me sobrecogió y un estúpido sentido de culpa me persiguió el resto del día.
Hay gestos que poseen una enorme expresividad porque pretenden anticipar una felicidad inmarcesible. También quieren resumir en un acto singular de brevedad inequívoca su embate. Brindar es uno de ellos, sin embargo cuando el brindis es al sol el sentido falsario lo invade todo.
Quizá sea el verano por su carácter de estación por excelencia de lo efímero donde se den con más frecuencia. Será por el espíritu vacacional preponderante o por los cambios que nuestros cuerpos confrontan a consecuencia de temperaturas más altas, de la presión atmosférica mayor y de los largos días. La gente tiende a trivializar más aún su existencia. Las promesas se suceden como salmos en papel mojado y el sentido de culpa que se enseñoreará de muchos al final del estío empieza a asomarse en el horizonte. Es probablemente el momento por excelencia donde ir de farol de modo permanente apenas ofende porque, precisamente, de eso se trata. Lo importante es saludar al tendido ufanamente, con la vista perdida en el grupo desenfocado, sin precisar la cara de nadie. No importa. Basta mantener la sonrisa para proyectar la felicidad incuestionable, transmitir a los demás que uno pasa por los momentos más entrañables, aunque sepa que el diluvio está en la hoja siguiente del calendario.

Elevar la copa en medio de un almuerzo o en una recepción siguiendo la invitación a la gente presente a celebrar el motivo por el que está reunida es un gesto harto conocido que nadie ha dejado de protagonizar en uno u otro momento de su vida. Las cenas de amigos, las reuniones familiares, las bodas, los lances profesionales, los simposios académicos, la comida de confraternidad entre los bandos en liza después de un encuentro deportivo, en fin, los banquetes diplomáticos, incorporan en su ritual este acto que se acompaña de unas palabras del anfitrión y que, a veces, son respondidas por alguien en representación de la concurrencia. Palabras formales, de cortesía, que ocasionalmente incorporan algún chiste o una sutil ironía, o que pueden provocar encono frente a aquellas que invitan a la solidaridad y a la unión grupal. Alzar el vaso y chocarlo levemente es el ritual con el que concluye el evento.

El grupo ha asistido a una ceremonia religiosa. Los lazos familiares, aunque sea difícil precisarlos, e imposible en términos convencionales, son los que lo definen. Algo menos de veinte personas que se encuentran en un restaurante para celebrar un evento tradicional en la cultura de la comunidad a la que pertenecen. Algunos es la primera vez que se encuentran y solo su relación con otros miembros los lleva allí. Nadie sabe de qué pie cojea el vecino. Cuando el sacerdote en pie toma la palabra, el silencio se adueña de la sala. Mientras habla parcamente, ella piensa que está harta de aquel sinsentido, que desea que todo termine para decirle que no quiere saber nada más ni de él ni de su entorno. Él apenas ha escuchado unas palabras en boca del cura: “felicidad”, “futuro”, “familia”, “responsabilidad”; su mano sudorosa agarra la de ella sintiendo cómo se resbalan los dedos, piensa que la escena es esperpéntica y que desearía salir corriendo de inmediato dejando atrás todo. Pero llega el momento de brindar, la foto recoge de manera imperecedera la sonrisa que se adueña del grupo.
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