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Fluidez

El viento

El abuelo sentado en un sillón de mimbre le dijo al niño: “mocito, el viento es el aire en movimiento”. Una supuesta aclaración de la sacudida de las ramas de la morena que lo confundió. Ahora entendía todavía menos a la abuela cuando le decía que se pusiera la bufanda porque “hacía aire”. Entonces comenzó a saber que las mismas cosas podían tener distintos nombres y que iguales denominaciones podían suponer significados diferentes. Un caos que se agudizaba más conforme iba conociendo nuevos términos por sus lecturas y porque la vida le enseñaba cada día cosas ajenas. Supo también por la abuela que estar en corriente era un potencial peligro de acatarrarse o, incluso algo peor, de coger una gripe. Después, en una clase aprendió que el viento era una fuente de energía que desplazaba a los barcos y hacía funcionar las ruedas de los molinos. Igualmente entendió que agudizaba el frío y que podía hacer asfixiante el calor constituyéndose como un factor determinante de lo que llamaban sensación térmica.

El tiempo pasó y el aire, agitado o quieto, se convirtió en un lugar común de su existencia. Algo que lo envolvía y que a la vez transformaba el entorno con consecuencias dispares y no siempre predecibles. Si bien tenía una idea vaga, apenas recordaba algo de los fundamentos científicos del proceder del viento sujeto a leyes de la física. Un desconocimiento al que, no obstante, no daba importancia. Sin embargo, algo cambió tras una conversación con estudiantes que no eran del país y que le sorprendieron al escucharlos decir con insistencia y práctica unanimidad que el factor diferenciador por excelencia de aquel lugar era que hacía mucho viento. Las costumbres vernáculas eran asumibles, a pesar de ser estrafalarias en algunos casos para unos pocos, y también el rigor extremo de las temperaturas en verano e invierno, pero lo que no resultaba de recibo, decían, eran las fuertes rachas de viento. No solo se trataba del ambiente desapacible que creaban sino de la imposibilidad de hablar e incluso de respirar.

Todo ello se enredó cuando un día leyó que un bardo local había quedado fascinado al oír a un par de albañiles que se referían a una determinada dirección manifestando que se encontraba “allí cerca, donde daba la vuelta el viento”. Casi a la vez conoció a una mujer con la que viviría seis años que solo tenía una obsesión: los días de mucho aire la desquiciaban y, más aun, el rugido generado por los soplidos del viento la tenían insomne durante los largos temporales nocturnos en que sucumbía a ataques de pánico. Desde aquellos tiempos tuvo conciencia de que debía haber algo mágico en todo eso. Su curiosidad lo llevó a indagar en la mitología griega y allí aprendió que el viento era plural (anemoi) pues se ligaba a las estaciones del año y también a los puntos cardinales hasta llegar a configurar una rosa. Entonces recordó a sus abuelos y sintió que ya no vivieran para contárselo.

El mar

He fantaseado con la ausencia de lo que nunca estuvo, con aquello que cuando lo descubrí, y sin entonces saberlo, se hizo parte de las sensaciones que contribuyeron a levantar más tarde la añoranza. Apenas había cumplido seis años y el litoral barcelonés constituyó mi epifanía. A partir de entonces se fueron acumulando momentos que sumaron lugares distintos a sensaciones enriquecidas por la diferencia. Desde el olor del salitre al cúmulo de colores entreverados por el agua, el cielo y la luz; desde la brisa infatigable que eriza la piel a la humedad que la suaviza; desde el rumor incansable de las olas al griterío histérico de las gaviotas; desde la plasticidad de la arena a la dureza de las rocas.

Sentado en la duna, después de haber caminado por la orilla con los pies desnudos chapoteando y de recoger conchas de textura imprecisa, recuerdo que manoseé versiones sobre el sentido del viaje. Buscaba confundir mis motivos e ignorar el peso del pasado reciente para olvidar lo que había sucedido porque la huella no era como la que hacía apenas unos minutos había dejado sobre la arena y cuyos contornos ya se habían desvanecido. Absorto, después pensé en las otras ocasiones que vine a la Barra de Aveiro que es la costa más cercana a Salamanca. Un destino no pocas veces deseado. Los recuerdos se confundían como siempre, como ahora, y, por tanto, no ayudaban a borrar lo inmediato ni lograban elaborar un guion comprensible.

Si bien es ocioso, sé que una de las cosas caprichosas que eché de menos durante los quince meses que duró la pandemia, y cuya falta se agudizaba según pasaban las semanas, fue la experiencia del mar. Como mesetario el océano tiene un significado incomparable del que supone para un costeño. Por eso, regresando al litoral, pudiera parecer que la liviana deuda estaba saldada, pero sabía que no es así. El rato efímero pasado ni siquiera era una coartada con la que soslayar el vacío que genera la rutina construida sin afán alguno. Una reiteración que inopinadamente me recordaba el cansino oleaje que, aunque al principio me subyugó, no solo no me aplacaba, sino que terminaba poniéndome en entredicho pues sentía que me interrogaba por las verdaderas razones de mi presencia aquel mediodía de mayo.

Una pareja llamó mi atención por la forma en que caminaban entrelazados sus brazos por sus espaldas. Unos metros delante un niño brincaba intentando esquivar las olas mortecinas que suavemente se apagaban dejando una marca blanquecina en la orilla. No había nadie más. Podía imaginar mi vida jugando a ser uno de ellos, treinta o sesenta años atrás. Así, quería superar el bucle en el que me encontraba. No me faltaban recursos ni tampoco imaginación. Sin embargo, enseguida reconocí que era un ejercicio que podría engendrarme incomodidad. Aborté esa posibilidad y, como al principio, volví a perder la vista en el horizonte hasta quedar en blanco. Indiferente, seguí sin tomar conciencia de qué hacía allí, pero sabía que todo fluía y que me encontraba a gusto.

El río

El poeta uruguayo Víctor Lima, aunque nació en Salto vivió en el departamento de Treinta y Tres toda su vida y allí cantó al Olimar. Por su verso supe de la existencia de ese río de poco más de un centenar de kilómetros de recorrido que no termina en el mar, sino que es vicario del Cebollatí. Todo ello encendió mi imaginación y el ardiente deseo de trasladarme a un rincón de ese entrañable paisito. Viajar desde Montevideo al norte, sentirme perdido en los campos inmensos ribeteados por sierras bajas, asumir que el invierno es una opción y que la soledad cuando se cambia de paisaje tiene un significado diferente. Sentir cómo lo desconocido se hace tuyo para, más tarde, perderse en los recuerdos fútiles que solo asoman la cabeza de tarde en tarde para certificar: “estuve allí”. Ser consciente de que tu ausencia, la misma ignorancia que te embargaba antes de conocer su existencia, no cambia las cosas que seguirán allí, esperando.

Sin embargo, la vida siempre tiene un componente de fluidez que la hace enrevesada. Aunque el propio poeta afirma en una imagen muy bella de resonancias machadianas, o de León Felipe, que “todo peregrino se entiende con el camino sin preguntarse por qué”, enseguida pienso en algo leído hace poco que sostiene, contra opiniones opuestas que persistentemente relativizan el peso de los años vividos, que hay una edad para irse y otra para regresar, como si el camino fuera circular o la ida invariablemente tuviera el requisito de la vuelta; porque el verdadero problema es no tener a donde ir o, ¿peor aun?, no tener a donde regresar. Además, ¿está permanentemente abierta la puerta que inicia el camino? Se me dirá que el camino está continuamente disponible, que la andadura es una actitud que no requiere ni siquiera de los pies y que al Olimar se llega desde distintos lugares, que siempre espera. No obstante, sí, la edad enreda las cosas.

El deterioro físico de algunos de la generación que están viviendo ya más que sus padres, hace una labor de zapa que trunca los sueños, confunde los recuerdos, trampea las imágenes e inhibe el deseo. Perdida su mirada a través del ventanal, incapaces de dejar a un lado el pensamiento obsesivo con el que amanecieron tras una noche aciaga, compiten con quienes, anclados en sillas de ruedas, son plenamente conscientes de que cada nuevo día es peor, de que, a pesar de la terapia y de los minuciosos cuidados que reciben, sus músculos se van atrofiando poco a poco y que llegará un momento de asfixia completa que solo podrá ser anticipado mediante una decisión drástica, la más certera y definitiva.

Es en ese momento, quizá, cuando el Olimar tiene la poderosa capacidad de convertirse en un señuelo, de ofrecerse como la posibilidad de ser un refugio, el último. De brindar al caminante la sutil, benévola, añagaza de su propuesta. Entonces, no importa cómo se hace el viaje, lo relevante es estar a sus orillas, a tiempo. Fluir.

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