La voz quebrada

Hay momentos en los que la calma se adueña del entorno. Son raros. El ruido del tráfico, las conversaciones entrecortadas de los vecinos mezcladas con la banda sonora de la película que están viendo, los animales del barrio o de la propia vivienda, tienen así mismo su forma de hacerse escuchar interrumpiendo la quietud. A veces las casas hablan con quejidos inesperados que sorprenden el desvelo nocturno. Sí, resulta difícil la mudez de la vida, por no decir que es imposible pues una señal de ella son los latidos del corazón. Aun así, a menudo se busca afanosamente la placidez, aunque luego sea todo lo contrario. La existencia callada sosiega, pero también asusta, tranquiliza, pero inquieta. Ser dueño del silencio de uno mejor que esclavo de sus palabras es una máxima de comportamiento loable que comparto.
Sin embargo, hay circunstancias en la vida en que es necesario romper el silencio. Sea con la propia palabra o con la de quien esté a la vera. Cuando constituye un muro denso que provoca ecos inciertos, cuando actúa como un papel secante que inhibe cualquier expresividad, cuando da tono a una melodía enloquecida de desamparo, entonces un remedio plausible es alzar la voz. Proclamar el desvelo o demandar el remedio ajeno es lo más frecuente, aunque a veces baste con el tarareo de una melodía conocida, sin letra, sin sentido; pero el fluir de la armonía acompasando frases ignotas es suficiente.
En el deambular diario no escasean los ejemplos del coqueteo del mutismo con la cantinela. Ambos configuran un lance incruento constante en el que ninguno resulta vencedor ni derrotado. Es el juego del que está hecha la vida. No importa que haya defensores o detractores de uno u otro bando, el saldo final no les da la razón porque la palabra tiene sentido al desgarrar la pausa y ésta como contención de la verborrea lenguaraz. Es fácil pontificar sobre la excelencia del verbo o la sabiduría de los labios cerrados, como de los excesos de aquél y la usura de éstos. La experiencia cotidiana las pone en su sitio.




No obstante, hay un espacio intermedio construido de claroscuros, de matices sutiles, de interpretaciones equívocas. Resulta cuando la voz no es diáfana y cuando la quietud está fabricada de discontinuidades. La primera resulta confusa y la segunda inconexa. Hay un hiato entre ambas que está cimentado por la interrupción que confunde, además de sorprender.
La voz quebrada es la consecuencia de un estado de indefinición que comporta la perplejidad no solo de quién la escucha sino también de quién la pronuncia. Es un producto de la inseguridad o del exceso de pasión en la alocución. Una forma expresiva que no termina de eliminar el silencio porque él mismo penetra la voz. Una manera de mantener el clima de tranquilidad proyectando palabras. Acusadoras, exculpatorias, salvíficas, tímidas; pero también bellas, apasionadas, encubridoras de fracasos pasados, de proyectos que no saben de silencios. Hoy, la voz de quienes protestan por el desmantelamiento de lo público y piden explicaciones está rota, también la mía, la nuestra.
Explicar
Una de las funciones que el poder tiene en un sistema político democrático, que es posiblemente una de las más desatendidas, es la de la explicación de por qué se toman unas decisiones y no otras. Hay varias excusas recurrentes en las que se apoya tal actitud que se mueven básicamente al hilo de dos escenarios: el paternalismo y la coartada mayoritaria del poder.




El primero desarrolla argumentos basados en la ignorancia de la gente, la sofisticación de algunas de las políticas que se van a tomar, la necesidad de proteger a la población de malas noticias y el entendimiento de que ésta posee otras preocupaciones que le resultan más relevantes. El segundo tiene que ver con la convicción de que un gobierno que se sustenta en una mayoría (simple o absoluta, en votos o en escaños) goza de una patente de corso explícita para realizar las políticas que estime oportunas, siguiendo el programa anunciado en la campaña electoral o interpretando soberanamente los nuevos retos existentes y reaccionado a los mismos con políticas.
La tensión entre el poder y los individuos es un asunto viejo. Hoy se asume que la democracia representativa supone un salto cualitativo enorme en ella habiéndose encauzado algunos de los conflictos más señeros. La soberanía popular, el imperio de la ley, la separación de poderes, la elección periódica de los gobernantes, la representación de los intereses de los ciudadanos, la participación de estos en instancias intermediadoras, son cuestiones indiscutibles, aunque en ocasiones se debata su incorrecto funcionamiento que conduce a situaciones de malestar, desafección y desencanto. La indignación ha sido una de las respuestas más evidente en España y países aledaños.




Con todo ello, un elemento de la práctica política democrática de corte pedagógico, pero que tiene un componente político incuestionable de rendición de cuentas, consiste en la explicación de las decisiones del poder. Normalmente, y fuera de los preceptivos informes que deben emitir diferentes organismos públicos, esta se lleva a cabo ante los medios de comunicación o en sede parlamentaria bajo la forma de sesiones de control. Pero en ambos escenarios predominan los clichés, las interpretaciones banales y partidistas. Incluso se ha llegado a que los gabinetes de comunicación enlaten las comparecencias.
En general esas intervenciones confunden más que aclaran, incrementan el enfado más que convencen. El resultado es una desinformación total cuando no una pavorosa ausencia de motivaciones que incrementan la desconfianza del público para con sus gobernantes. Estos se parapetan tras el blanco muro del silencio oficial. Por otra parte, todo esclarecimiento requiere atender con predisposición razonable a las preguntas que se formulan incluso cuando su cauce no es ninguno de los referidos. No hay que utilizar la tribuna para otra cosa, ni revertir los papeles. Explicar consiste en llegar al fondo de las cosas, aunque sea desde la perspectiva personal de quien se interpela.
La fragilidad afectiva




Tengo un amigo que sostiene machaconamente que los afectos están sobrevalorados. Frente a su terca posición, su mujer le dice que no es así, que lo que sucede es exactamente lo contrario. Como habitualmente me ocurre, este tipo de disputas me bloquean. No es solo una cuestión de neutralidad estratégica por la cual uno no debe terciar en peloteras con posiciones polarizadas cuando quienes las mantienen son amigos y, más aún si, como es el caso, entre ambas partes existe una relación muy fuerte. Es que verdaderamente no sé a qué palo quedarme.
Para complicar mi posición hay una creciente literatura académica que ensalza el papel de las emociones frente a la racionalidad instrumental en la que pareciera que el mundo se ha movido en los tres últimos siglos. El propio paradigma de la elección racional, que ha hecho furor durante décadas, está hoy fuertemente cuestionado. Yo mismo que he militado en el neoinstitucionalismo cada vez lo concibo más como una construcción teórica elegante con pies de barro.
Cuba es un buen caso de análisis. Alejo Carpentier, uno de sus autores más importantes, escribió El recurso del método subvirtiendo, precisamente, el orden cartesiano al abordar el ambiente dictatorial de la isla en la década de 1920. La razón quedó desmembrada ante la arbitrariedad del autócrata. Por ello su propuesta literaria encabezó el llamado realismo mágico. La ironía es que, en el momento de su publicación en 1974, el país se hallaba inmerso en otra dictadura de cuño diferente y cuyo sesgo oficial giraba hacia la planificación, el realismo socialista y el culto formal a la razón.
Todo ello no ha evitado que décadas más tarde Cuba tenga la mayor tasa histórica de suicidios en América Latina. El suicidio, como epítome del desequilibrio entre la razón y los afectos, entre las expectativas y los logros, entre la depresión personal y la nacional, se vio ejemplificado en febrero de 2018 en el del primogénito de Fidel, Fidel Castro Díaz-Balart de 68 años, Fidelito.




Es seguro que el escenario cubano a mis amigos le traiga al fresco. Apenas si estuvieron una semana hace años y solo recuerdo que se pusieron ciegos de mojitos. La discusión va a continuar porque ella, que ha triunfado en su profesión, insiste en que sin pasión no vale la pena vivir. Dice que la emoción que le generan sus largos paseos por la Casa de Campo madrileña es un motor de su existencia. No solo es el maravilloso verdor primaveral, o el brote de las amapolas y el anunciado de las jaras, también son sus recuerdos: los paseos con los abuelos, las meriendas con la pandilla, los primeros besos, los balbucientes pasos de sus hijos. Su marido, a quien he visto llorar alguna vez, le replica que eso que llama emociones es apenas el decorado galante de una vida ordenada de trabajo, de imponerse metas racionales y diseñar estrategias para alcanzarlas. Entonces, me hago cargo, una vez más, de la fragilidad de la vida y no necesito explicación alguna.
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