La justificación de la primavera
Nadie se justifica hoy. No solo parece que no hay razones para ello sino que la soberanía individual es tan prepotente que hacerlo es un sinsentido. No hablo de la política. Allí, al contrario, las justificaciones afloran cada minuto, aunque sean espurias, retahílas de lugares comunes, explicaciones torticeras. Hombres y mujeres que se desdicen, que tienen relatos alternativos para hacer más llevadera su incongruencia. Personas que manipulan la verdad y, sobre todo, se sienten pagadas de sí mismas.

Sin embargo, justificarse, para el común de los mortales, es una acción en desuso a tal extremo que, al tratarse de algo reflexivo, no solo no lo hace quien debe por acción o por omisión, sino que tampoco lo demanda quien podría esperar una aclaración. Tiempos miserables de ninguneo y de aislamiento en los que lo que importa es llegar y el éxito es el gran argumento existencial.
Hay viejos principios de conducta que se mantienen, otros han desaparecido y algunos se han trastocado. No es nada nuevo. Lo que sí lo es tiene que ver más con las recientes tecnologías de la comunicación y de la información. Su inmediatez, reflexividad, viralidad y universalidad han construido un enjambre novedoso. El tradicional dilema de la justificación por la fe o por las obras es una disyuntiva clásica en el terreno de la teología, que en un tiempo impregnó la razón de ser de la gente llevándola hasta el sacrificio último de la guerra.
Hoy, no obstante, el patrón de la necesidad de justificar los actos se entontece con un símbolo adocenado de los muchos que se usan en las redes sociales sustitutorios de la palabra; la difusión al listado de contactos exhibe la posición banal sobre cualquier asunto con independencia de su enjundia. Sus formas de proclamar quién se es y en qué manera se alinea en una u otra cuestión. No hay deliberación alguna, todo está sobreentendido y si no algún analista de big data dará en su momento la explicación pertinente.




Justificarse tampoco parece necesario en las relaciones humanas cotidianas de ámbito más íntimo y que no están expuestas a las grandes redes, aunque se pensara que el modo de articularse estas últimas hubiera contaminado a aquéllas. Si se dice que José Martí solo criticaba con su silencio, hoy ese comportamiento podría extenderse a la gente que se justifica con la callada por respuesta. Sé que la justificación es la premisa para que funcione el raciocinio que es la antesala, entre otras posibilidades, de la compasión, una especie de emanación súbita en los bienintencionados. Se necesita una armonía en la cadena de los acontecimientos, en el proceso de construcción del relato de nuestra convivencia, mas aún, de la elaboración de la secuencia lógica en que se construye nuestra vida.
Pareciera, entonces, que somos prisioneros de un atavismo mecánico que no hace sino replicar el comportamiento de la naturaleza. ¿Alguien ha pedido cuentas de por qué acaba de llegar la primavera sepultando la gélida inquina del invierno?
Epifanía




Hay un tiempo para nacer. Hay otros momentos que, asombrosamente, permiten tener la ilusión de renacer. Una especie de reinvención de la existencia, de tener la impresión de que se comienza de nuevo. Seguro que es un señuelo más de la sabiduría de la vida para poder seguir adelante. Es la razón de los ciclos, que a veces son espirales y, en otros casos, son círculos concéntricos en los que no se sabe muy bien cómo se pasa de un anillo al colindante: el azar, un salto imprevisto por un impacto externo, la propia decisión en pro de abandonar lo manido. También puede darse el caso de estar siempre repitiendo la misma órbita, con mínimas variaciones en el entorno que confunden, trayendo la cándida impresión de la diferencia.
La ilusión del cambio es así mismo un factor poderoso. Pergeñar escenarios nuevos, inaugurar algo, abandonar los viejos hábitos, salir del hoyo. Un rosario de trampantojos que sirven para la figuración necesaria sobre la que se asienta la vida. Además, está siempre la excusada sensación de tener el control de los avatares, de ser consciente que la nefasta idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor es repudiable porque es el alibí de los perdedores o, al menos, de quienes se refugian en el pasado temerosos del mañana. Frente a ello, volver a empezar es el resorte vital imprescindible; hacerlo con las mismas manos, pero con otros mimbres; con idénticos ojos, pero con otra mirada. Renunciar al escepticismo de lo imposible, abrazar el reto de lo desconocido.
Pensar en la existencia de segundas, terceras, enésimas oportunidades. Adornar el ritual de lo que se cree estrenar es una advertencia inequívoca de ingenuidad desmedida, pero que reconforta a espíritus melifluos como son los de la mayoría. No hay nada en contra, si bien hay que ser consciente de ello. Asumir que el recambio es un eslabón más de una cadena finita de la que se desconoce qué puesto ocupa en la secuencia. Una brasa que puede alentar un rato más el fuego de la chimenea. Sí, hay un tiempo para reverdecer sin que importe el nuevo otoño, simplemente asido a la soledad de siempre ribeteada a veces por quienes aparecen y desaparecen al lado, almas entrañables, amistades queridas. Hay un tiempo para cambiar, otra vez.




El río es un cauce manido cuyo fluir es regulado y sus riberas se han ido asentando a lo largo del tiempo. A veces se estremece cuando las lluvias despiertan los regatos o después del deshielo haciendo de su corriente una novedad que asombra. Los patos se dejan llevar pillados por las aguas antes de emprender el vuelo. Durante las crecidas la afluencia trae sorpresas y es así cómo enfrente de casa la sedimentación de ramas y de trozos desprendidos ha formado una pequeña isla. Los pájaros son sus nuevos moradores que han encontrado un sitio muy adecuado para anidar lejos de los depredadores. Un espacio promisorio, que, como otro tipo de epifanía, da sentido a una nueva vida.
El mundo por montera
Un dislate figurado que, sin embargo, es muy habitual para quienes están sobrados y consideran que las opiniones o acciones de los demás son prescindibles. Pletóricos de energía, su prepotencia deja chica a cualquier empresa y su ilimitado afán despliega líneas de actuación que desbordan lo que parecía pura fantasía sin que cambie de ninguna manera su cariz. Gente iluminada que avasalla al resto mediante artes basadas en un valor temerario que intenta ridiculizar a los demás como débiles mentales. Personas dotadas de una ambición sin parangón que son capaces de simular un comportamiento atrabiliario negligente de cualquier forma de empatía. En fin, una expresión taurina más que, por si fuera poco, se refiere a la necesidad de cubrirse portando una pieza elegante que se diferencia de cualquier otro tipo de gorra o sombrero. La montera ha sido el imprescindible adorno para hacer el paseíllo cubierto, saludar y brindar al respetable.




Se trata de un gesto metafórico que empata con el de liarse la manta a la cabeza, aunque quizá éste traduzca una situación más prosaica. Mientras quien se pone el mundo por montera parece querer desafiar al orden establecido a diestro y siniestro, quien se lía la manta a la cabeza apenas si se adentra en un terreno que presenta complicaciones e incertidumbre. Donald Trump es de los primeros y Andrés Manuel López Obrador pertenece a los segundos. Expresiones que traducen gestos cotidianos de individuos muy diversos, pero que advierten sabiamente de la naturaleza de sus propósitos, del cariz de sus actos. En las dos instancias hay una concepción concreta del poder, de su sentido y de qué hacer cuando se alcanza. Líbresenos de estar en el camino hacia el poder de quien cree usar la montera con visos de globo terráqueo y ya no digamos si ha logrado alcanzarlo.
Por ello, desde que la conocí supe que la montera imaginaria que portaba sería su aval. A lo largo de las décadas fue cambiando de acuerdo con los avatares de la vida pública, de las estaciones del año. Si entonces fue el marxismo hoy profesa la ideología de género, si ayer fue el catolicismo supuestamente puesto al día (¿no se decía aggiornado?) hoy comulga con los preceptos neoliberales, si en el invierno usaba bufanda y abrigo en la primavera luce un traje de entretiempo. En cualquiera de sus andaduras el mundo se le hace pequeño y la montera crece sin descanso. Huir de un pueblo mínimo es un acicate para abordar tareas hercúleas que requieren de una mística especial.




La muleta ideológica es un precioso instrumento para perpetrar los quiebres imprescindibles que faciliten el camino del éxito obligado. La reivindicación de la clase obrera, del sojuzgamiento y desigualdad de las mujeres, de la trascendencia espiritual de la vida, y de las virtudes del mercado son soflamas suficientemente genéricas y necesariamente reales a las que aferrarse; después la suerte importa. En el seno de todas estas familias políticas ha sido relativamente fácil medrar pues la virtuosa compañía ha facilitado monteras universales con las que auparse desde la mediocridad a la cima. Por otra parte, la primavera siempre rejuvenece, dicen.
Debe estar conectado para enviar un comentario.