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Emociones y sentimientos al pairo

Una de las consecuencias más evidentes de la vida bajo el paraguas de la excepcionalidad como sucedió en tiempos de la pandemia, es el replanteamiento de las coordenadas sobre las que se articula de forma más o menos predecible y sistemática. En buena medida, estos parámetros, aunque no solo, están constituidos por aspectos vinculados a un determinado orden (o desorden) que se traduce en el mapa complejo de las emociones: el miedo, la ira, el asco, la sorpresa, la tristeza y la felicidad, a las que se añaden aquellas de contenido social como la simpatía, la turbación, la vergüenza, la culpabilidad, el orgullo, los celos, la envidia, la gratitud, la admiración, la indignación y el desdén. Todas tienen un carácter explícito, mientras que los sentimientos se mantienen ocultos al ser producto de sentir una emoción. Algo profundamente subjetivo, surgido en la caverna de la intimidad que se ve favorecido en momentos de introspección, cuando todo está inusualmente quieto, las rutinas alteradas y se impone el reino de lo imprevisible.

Leer a Antonio Damasio puede ser esclarecedor de mucho de lo que le ocurre a la humanidad. Pero durante la pandemia cuando el tiempo parecía detenido y las emociones estaban a flor de piel fue más esclarecedor si cabe. El neurólogo portugués, director del Instituto del Cerebro y la Creatividad en la Universidad de Southern California, trabaja desde hace décadas sobre la neurobiología de la emoción y de los sentimientos. Para Damasio, “los sentimientos pueden guiar una empresa deliberada de instinto de conservación y ayudar a la hora de elegir la manera en que ésta debe tener lugar… [su papel fundamental] está ligado a su función natural de supervisión de la vida”. Esto es así porque el género humano tiene el mandato de la supervivencia y de maximizarla de modo placentero en lugar de ser doloroso. Con respecto a todo ello, cualquier colectivo humano desde la noche de los tiempos ha articulado cierto acuerdo social.

Entonces resultó muy difícil tipificar la indefinición de aquel tiempo no tan lejano. Era complejo hacer una síntesis del torbellino de emociones y de sentimientos existentes y por encima de todo se erguía la incertidumbre. La indeterminación radical que de no saber ni cuándo ni cómo se cerraría el paréntesis existencial del momento. La incapacidad de encontrar un paralelismo mínimo con otra situación anterior de la que se guardase memoria que pudiera parecerse a la vigente. Confinados sin referencias, sabiendo que cada día silenciosamente cambiaba al siguiente, dormir agitados, despertarse, y en el duermevela no percibir salidas ni un escenario del después. Si, como Damasio afirma, una de las principales características de la conducta humana es pensar en términos de futuro, ¿cómo dibujarlo con los mimbres que en aquel momento estaban a mano? ¿Cómo especular y trazar planes “como si” nada hubiera pasado? Pero ¿es que había pasado algo?, o, mejor, ¿es que estaba pasando algo? Y si pasaba, ¿qué era exactamente? Entonces, la expectativa más desesperada se apoderaba de la mayoría y congelaba sus sueños.

Este sigue siendo un tiempo confuso en el que uno no sabe a ciencia cierta qué tipo de lógica es la que lo gobierna. Las declaraciones de personas prominentes en el ámbito público, sea desde el mundo académico, empresarial, social, artístico, en fin, político, embrollan más que aclaran el acontecer. Me ocurre, por ejemplo, con el término “neoliberalismo”, para muchos su crisis es terminal, para otros ha triunfado irrestrictamente. Algo similar sucede con la vinculación entre la izquierda política y el internacionalismo que ahora, inexplicablemente para mí, a este lo sustituye el nacionalismo.

Volviendo a la figura de Damasio, se sabe del debate cada vez más acalorado sobre la pulsión entre las razones y las emociones, ¿dónde se originan ambas?, ¿qué las diferencia?, ¿cómo se retroalimentan? Ello ha llegado hasta el terreno de la comunicación y, por ende, a las ciencias sociales. De lo que se trata es de que el relato seduzca más que convenza. Se dice que si la discusión en torno al acontecer se sitúa en el seno de la política o de la economía la pregunta que domina el escenario es ¿qué piensas? Por el contrario, si el parámetro de referencia es la cultura, la cuestión es ¿quién eres? Diferentes interrogantes para distintos enfoques de la vida.

Dentro del complejo universo de las emociones la tristeza ha sido durante siglos uno de los grandes motores que ha tenido salida en muy variadas expresiones artísticas. Siempre ha sido un tipo de turbación desordenada que podía trascender a los demás y generada por alguien que hacía de ella una expresión inequívoca de belleza. No era plausible que su enunciado se trasladara al mundo social como un rasgo de una época, de un grupo humano. Solo en el uso de una metáfora se podía hablar de “tiempos tristes” o de “naciones tristes”. El calificativo perdía todo tipo de rigor y se repudiaba como inaceptable.

En el filme sueco Sobre lo infinito, que ganó el León de Plata del festival de Venecia de 2019 dirigido por el fabuloso Roy Andersson, en un determinado momento, uno de los personajes se cuestiona “¿Ya no se puede estar triste?”, recibiendo como escueta respuesta, tras un gélido lapso silencioso, “si, pero cada uno en su casa”. No hay una evidencia más certera, una soflama más determinante, a la vez que angustiosa, de una situación que en ocasiones bien podría recibir algún tipo de tratamiento médico, pero invariablemente en la más infranqueable intimidad.

Los sentimientos, las emociones, son individuales y como tales pertenecen al mundo de lo privado, pero cuando adquieren trascendencia porque son objeto de aceptación pública se abre una puerta para su consideración y, seguidamente, su gestión. Si cuestionarse quiénes somos se pone por delante de otras preguntas entonces el estado de ánimo adquiere una inusitada relevancia. La tristeza se configura en un factor explicativo para tener en cuenta. Algo que invariablemente se supo de sus efectos en el comportamiento humano ahora cobra cabal significado, reconocimiento inequívoco de su presencia. Si estás triste dilo.

En toda cadena de búsqueda de responsabilidades siempre hay un eslabón especialmente débil: un lapso, un actor, que es contemplado con mayor atención y que, venido el caso, adquiere la connotación de ser, a pesar de su aparente fragilidad, el factor más relevante. Si se da la fortuna de que se pueda llegar a configurar un rico entramado de causas y efectos, intereses campantes, razones pretéritas que encuentran su satisfacción y resultados aceptables para una gran mayoría, entonces seguramente se cuenta con un chivo expiatorio, un paso más en el proceso de hacer más sofisticado el argumento. Al final, todo ello construye un relato con visos de consistencia, guiños a unos y a otros, contra fácticos que cuelan y explicaciones que satisfacen a una mayoría que deja de ser vocinglera para pasar a mover silenciosamente sus cabezas con signos de aquiescencia. La teoría de la conspiración tiene éxito y las conciencias restan tranquilas, lo enrevesado de lo acontecido queda aclarado y la calma regresa al hogar.

Cualquier cultura ha orquestado estos procesos de una u otra forma. En su devenir han terminado siendo fundamentales para su auto comprensión, así como para su consistencia interna y su progreso; en definitiva, su consolidación como un proyecto de más largo alcance. Cuando Benedict Anderson en 1993 escribió su trabajo seminal sobre el origen y la difusión del nacionalismo, Comunidades imaginadas, subrayó que más que tratarlo en la misma categoría del liberalismo o del fascismo debería hacerse en la del parentesco y la religión logrando, de manera mágica, que el azar se convirtiera en destino. Es famosa su afirmación de que “la idea de un organismo sociológico que se mueve periódicamente a través del tiempo homogéneo, vacío, es un ejemplo preciso de la idea de la nación, que se concibe también como una comunidad sólida que avanza sostenidamente de un lado a otro de la historia”. Entremedias, eslabones débiles, chivos expiatorios, teorías de la conspiración, pero también héroes, villanos, hazañas, configuran la leyenda prístina “que registra una cierta aparente continuidad y simultáneamente subraya su pérdida de la memoria”.

Hace veinte años que bajo las tejas de mi casa vive una colonia de murciélagos. Más que los perros o los gatos son los animales que me acompañan de manera continuada desde entonces. Su discreción es absoluta. Su presencia se hace patente cuando a última hora del atardecer en el verano en rigurosa fila comienzan a dejarse caer al vacío desde el alero. Después de revolotear sobre la terraza se pierden en las choperas que bordean al río. De su regreso nunca tengo noticia pues mis hábitos hacen que entonces esté durmiendo a pierna suelta. Recientemente, estos mamíferos voladores se pusieron de moda y fueron protagonistas de historias que los situaban en uno de los primeros pasos del origen de la pandemia. Soy consciente de que su hábitat en cuevas profundas o en lugares recónditos de Asia enciende más la imaginación que el más prosaico de un tejado del azud salmantino, pero me preocupa que la desinformación, la irracionalidad y la ira se cebe en estos seres maravillosos.

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