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Educación y sanidad

Hace más de 90 años José Ortega y Gasset escribió un breve ensayo acerca del papel de la Universidad que azuzó a la indolente sociedad española. Uno de sus discípulos, Julián Marías, un cuarto de siglo más tarde, también redactó un opúsculo similar inspirado por su estancia en Estados Unidos. Ambos hacían patente la necesaria imbricación de la institución con el entorno en la que estaba inserta y se ponía el acento en la formación, la transmisión del conocimiento y la investigación. Estas ideas pilares se han ido recogiendo en las leyes, en los estatutos y en los planes estratégicos de las universidades hoy en día habiéndose ampliado a la transmisión crítica del saber, la innovación, la cooperación universitaria y la garantía de la dignidad personal, los derechos humanos, la no discriminación y el aumento de la calidad de vida.

Esta concepción humanista, científica y preñada de buenos propósitos en pro del rigor y de la excelencia que yo buscaba ansiosamente tras mis años en el erial universitario que era la Complutense en la década de 1970 se dio de bruces un par de lustros más tarde cuando en mi primera estancia en un campus estadounidense un gran colega, contemplando a un grupo de estudiantes saliendo de la cafetería universitaria camino del polideportivo, me dijo: “mira, esto es como Disneyworld”. La boutade quedó allí, porque yo no hacía sino ensalzar la biblioteca de aquella Universidad, pero reconozco que la he recordado muchas veces.

La pandemia trastornó a la humanidad con implicaciones de sobra conocidas en numerosos aspectos. La relación salud-economía dominó desde el inicio la agenda de las medidas a emprender. En ese contexto las universidades se vieron inmersas en el maremágnum por ser instituciones que acogen a poblaciones numerosas de lugares dispares, alta movilidad, contactos físicos permanentes y edades promedio en torno a los 20 años. Además, algunas están ubicadas en ciudades con las que mantienen una estrecha relación de fuerte dependencia. Cerrarlas no era posible pues supondría la ruina, se decía. Pero esa era una razón, lícita, que se debería vincular con la misión de la Universidad, de manera que, si esta fuera la de fomentar la vida social, el consumo, o proveer un clima solaz, la tesis de mi amigo gringo se vería perfectamente reafirmada.

Ello dio pie para que en España los responsables universitarios de Santiago de Compostela, Granada o Salamanca hicieran causa común con las fuerzas vivas locales, poniendo de manifiesto cual era, en última instancia, su idea de la misión que tenía su institución. El rector de la última afirmó que “en la universidad los jóvenes conviven, aprenden de otras vivencias, comparten otras culturas y eso no se puede sustituir por nada”. Algo que es indudable, pero ¿la Universidad no está para algo más que hacer vida social? ¿Por qué no enfatizar que si las clases se dieran online la Universidad no se cerraría? ¿No había otros aspectos de su misión que estaba cumpliendo? ¿Lo relevante era que vinieran consumidores estudiantiles para que llenasen los bares y pagasen los alquileres?

Todo lo cual puede enmarcarse perfectamente en la larga conversación que tuvieron el rector y el gobernador en el estado de Carolina del Norte en Estados Unidos. La universidad había comenzado con precauciones sus clases a primeros de agosto de 2020, pero diez días después decenas de estudiantes contagiados encendieron la alarma. Una vez más había que sopesar una decisión de salud pública entre una maraña de factores con incidencia en otras facetas colaterales a la vida universitaria. Desde asuntos vinculados a expectativas personales que se veían quebradas a cuestiones relativas a la economía del entorno que quedaba lesionada. Al tratarse de una universidad estatal, la más antigua de Estados Unidos, la autoridad política tenía la última palabra frente a la académica. La Universidad cerró sus residencias a mediados de agosto, mandó a sus 20.000 estudiantes de grado a casa para seguir sus clases de manera virtual, y solo mantuvo distanciados a los 10.000 estudiantes de posgrado, así como al cuadro del profesorado y de la administración. Chapel Hill, la ciudad de 60.000 habitantes donde tiene su sede principal la universidad, cuya vida gira en torno a esta y que había clamado desesperadamente por la apertura irrestricta, se vació y su economía pasó del calor húmedo estival a la pura hibernación. Por otra parte, la propia universidad aumentaba su déficit pues no hay que olvidar que una de las fuentes de ingresos más saludable de aquel mundo estudiantil se deriva de la gestión de las residencias.

En un escenario paralelo se encuentra el que hasta hace poco aparecía como irreversible proceso de internacionalización del que muchas universidades hicieron su razón de ser distanciándose con fortuna de las que quedaron ancladas en un provincialismo pacato. Si en el año 2000 había dos millones de estudiantes internacionales, veinte años después esa cifra superaba los cinco millones. Un asunto nada marginal en el apogeo de la globalización no solo por la cifra sino por tratarse de jóvenes cuyo proceso de maduración conllevaba una socialización más rica que preludiaba un estilo de vida diferente con un notable impacto en su entorno. Además, sobre la fuerte movilidad internacional se gestó una red de intereses no estrictamente académicos que terminó definiendo en gran parte a las nuevas universidades cosmopolitas.

Pero la pandemia vino para complicarlo todo. Como señaló The Economist, los campus eran lugares excelentes para el cultivo de los virus y los estudiantes viajando de un país a otro eran buenos agentes difusores. El semanario reprodujo un estudio de la Universidad de Cornell que señalaba que, aunque un estudiante universitario promedio compartiese clases con apenas el 4% de sus colegas, “they share a class with someone who shares a class with 87%”. Por consiguiente, el potencial para la rápida propagación de la COVID-19 era máximo. Un aspecto que contribuyó a la zozobra sobre el ya de por si complicado futuro de universidades perplejas, ensimismadas y con escasa capacidad de reacción ante los profundos cambios registrados en la sociedad y en el mercado de trabajo, así como por el cada vez menor interés que vienen despertando en el ámbito político.

Ahora bien, el legado del desastre que supuso la pandemia en el ámbito universitario se mantiene aún vigente en El Salvador donde su universidad pública permanece cerrada a la enseñanza presencial centrándose en la docencia virtual. Se dice, no obstante, que es el temor del presidente Bukele a que el estudiantado allí reunido pueda inspirar un proceso de movilización crítica en contra de su deriva autoritaria.

En el orden de la sanidad, hay palabras que arrostran una infinidad de significados por cuanto que respaldan innumerables vivencias individuales que en muchas ocasiones adquieren connotaciones colectivas. Además, la historia las dota de un sentido profundo que enmarca situaciones complejas. Sucede con la mayoría de las ciudades, pero, en este caso, “pongamos que hablo de Madrid” y que escribo no tanto al calor inmediato que provocan los titulares de los noticieros como del simbólico deterioro que ejemplifica para muchos otros lugares su devenir cotidiano.

Desde escenarios concretos como la salud, que domina la preocupación del día a día, hasta el más abstracto de lo simbólico, lo ocurrido en los últimos años en la capital del país, que se extiende a la Comunidad Autónoma, intensificado dramáticamente por la desastrosa gestión de la pandemia, constituye un ejercicio atrabiliario de oportunismo y de sectarismo sazonado de dosis elevadas de cinismo. Algo que no es exclusivo de Madrid pues se comparte con otros lugares de España y del entorno europeo en el que nos movemos, sin olvidar el americano.

La sanidad madrileña, como ha ocurrido con la educación, ha ido desmantelando poco a poco su sector público para beneficiar al privado. Para ello, las autoridades han congelado plantillas de personal sanitario, han reducido notablemente las inversiones y han llevado a cabo políticas para desalentar expresamente a los usuarios de acudir a los centros de salud y hospitales públicos, como ha ocurrido con las listas de espera, extendiendo el mantra de su ineficacia frente a la eficiencia del mundo privado. Esta situación ha tenido su colofón en los últimos seis meses desde que las autoridades madrileñas decretaron la ilegibilidad de los ancianos residentes para ser atendidos en los hospitales (y que ahora confrontan medio millar de denuncias penales de familiares de las víctimas). Después vinieron las pólizas de seguros privados incrementando su número en un 30% con respecto al año pasado, o la decisión apresurada de la construcción del hospital de pandemias cuyo beneficiario inmediato es una importante empresa constructora.

Muestra de cómo el cinismo ha desembarcado también en lo simbólico es la condena al olvido de los socialistas Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto por parte del ayuntamiento de la ciudad. Así, a propuesta de Vox y secundada por el Partido Popular y por Ciudadanos, aprobó retirar la estatua del primero, ministro de Obras Públicas durante la segunda República y presidente del Consejo de ministros durante la guerra civil, erigida en el entorno de Nuevos Ministerios en 1985, y la del segundo, también ministro de Obras Públicas, Marina, Aire y Defensa Nacional. Así mismo, retiró sendos nombres del callejero. Según el entonces concejal Javier Ortega Smith del partido proponente eran “personajes siniestros”, “criminales” y “antidemócratas”. El concejal del Partido Popular, Borja Fanjul, en su intervención para avalar esa decisión mencionó al “macabro espectáculo” del traslado de los restos del dictador Francisco Franco y apuntaló su intervención afirmando: “es lo que tiene la memoria que cada uno tiene una memoria distinta. Es muy personal”. Por supuesto. Abuso, beneficio y descaro.

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