Mi amigo me contó que después de aquella nevada histórica no era posible caminar por la Casa de Campo. No solo se trataba de una expresa prohibición municipal, también tenía que ver con el riesgo y la dificultad existente para moverse por el gran parque madrileño. La devastación de la tormenta invernal Filomena sobre el arbolado fue de tal calibre que resultaba peligroso andar por los caminos. Las quebradas ramas por el peso de la nieve helada que se mantuvo varios días, pero todavía no desprendidas de los árboles, podían desplomarse sobre los caminantes; también había senderos que estaban bloqueados por viejos troncos vencidos que se entretejían con otros más jóvenes que fueron arrastrados en la caída. En la ciudad, el panorama desolador tras la gran nevada quedó despejado en unas semanas abriéndose el debate sobre la pertinencia de unas u otras especies arbóreas en el paisaje urbano. Pareciera que la naturaleza en el contorno de la gran ciudad quisiera recordar quién tenía la última palabra, pero las cosas no siempre son así.

En el mundo rural el invierno es una estación para saldar cuentas. Tratándose de árboles, hay algunos que hacen caja de la inversión de la chopera plantada quince años atrás con podas masivas de las parcelas consignadas; sin embargo, otros aprovechan el momento para quitar de en medio a los árboles que enmarcan los linderos de las fincas o que acompañan el curso de las veredas. Son un incordio, dicen, porque siempre dificultan la maniobrabilidad de los tractores, además de encontrar nido en ellos los pájaros depredadores de las cosechas amén de hurtar horas de sol a la siembra. La saña con la que los talan a veces mediante un golpe con la pala mecánica es evidente. El árbol desmochado permanece como un muñón al que seguramente en unas semanas unos brotes intentarán evidenciar el impulso por la vida que recibe desde las raíces. En esta orgía de la agresividad también están presentes buen número de ayuntamientos que comparten la proverbial inquina castellana hacia los árboles a los que se suman las hordas de paseantes que llenan vergonzosamente el campo de latas, botellas vacías y envases de plástico.
Los árboles configuran una de las evidencias inmediatas que los seres humanos tenemos con respecto a la naturaleza. El trato y el uso que hacemos de ellos definen una relación de un marco global que desde la revolución industrial no ha hecho sino deteriorarse hasta llegar hoy a constituir un problema de primer orden. Desde el ámbito minúsculo de lo local a la Amazonia se escenifica un espacio de confrontación que no admite más componendas. Usando el dicho tantas veces citado ya no es cuestión de que no dejen ver el bosque, lo relevante es que se han dejado de ver los propios árboles. Si en tiempos se decía que plantar uno era un propósito mínimo en la vida de las personas y había programas escolares que movilizaban a los grupos de jóvenes estudiantes para llevar a cabo tareas de reforestación, hoy el panorama mezcla el desdén con la apatía, aunque el mocito tiene ya su árbol plantado al conmemorar su primer aniversario.

Ante tal panorama, acomodar la mirada a las rutinas que ofrece el entorno es algo muy usual. No percibir los matices de lo que me rodea es un hábito desastroso del que siempre digo que me arrepiento, pero que no consigo dejar de lado. Vivo enfrascado en un mundo en el que en mi cosmovisión impera la brocha gorda, las generalizaciones abstractas, la constante producción de taxonomías para entender mejor las cosas y, quizá, luego explicarlas. La grandilocuencia se hace dueña del discurso y el relato está preñado de grandes formas que pretenden hacer más plausible la comprensión. Solo a veces los detalles tienen importancia; los aspectos minúsculos de la existencia cobran relevancia de tarde en tarde cuando se agotan los argumentos enquistados en pura pedantería.
Hay personas que insisten en la importancia del contexto, subrayan que toda situación viene definida por unos límites y por un momento en el tiempo que ha seguido a otros que quedaron atrás. También resaltan componentes nimios que otra gente considera banales o incluso espurios. Su minuciosidad, dicen sus antagonistas, es desesperante y, lo que es peor, estéril. “¡Paja!”, denuncian no sin cierta acritud. No obstante, hay que celebrar su pulcritud, la excelencia que supone introducir gamas variopintas en el análisis; en fin, la capacidad a la hora de adoptar una posición en la que la descripción se mueve por vericuetos inusuales y las conclusiones, si es que las hay, enfilan posiciones originales. Entonces lo prolijo configura un cuadro insólito cuya riqueza antes de su interpretación estaba oculta.

Habituado a mirar el paisaje desde el ventanal, mis ojos se acostumbran a ciertas gradaciones de verde de los árboles que lo jalonan y al azul del cielo moteado por las nubes huidizas. En la calle es parecido pues la presencia de los edificios, del mobiliario urbano, del tráfico, definen una tramoya en cierta medida constante. Los rostros de las personas, sus ademanes, la ropa colorida, los animales de compañía matizan la vida social. Sin embargo, hoy, de sopetón, pienso que algo ha cambiado y que un minúsculo componente da una forma distinta a todo este medio que me rodea.
Sin darme cuenta del proceso, el panorama se ha transformado. Las hojas que permanecían ocultas en una masa con apenas suaves tonalidades a mi vista dan vida a un nuevo escenario. Irónicamente, en el final de su ciclo generan un cuadro vivo de insólita belleza que se repite año tras año y que solo mi adocenamiento olvida. Se trata de la reivindicación de la individualidad. Es la proyección en el lienzo que insospechadamente ha surgido, de la capacidad de amarillearse en tiempos secuenciados y con tonos de matices diferentes. Su actitud soberana cayendo secuencialmente, tapizando el suelo y dejando desnudos a unos árboles que tiritan ateridos. Las hojas evocan lo efímero, constituyen el contexto a veces monótono que durante meses se ignora, la trama compleja de la vida, pero, sobre todo, al caer dulcemente, sin hacer ruido, siempre me recuerdan a Yves Montand dando sentido a su muerte.

Las vacaciones han ido bien. En tiempos tan convulsos y en los que la incertidumbre no deja de complicar la vida mi amiga decidió que, al igual que el año pasado, no saldría del país ni tampoco iría a ninguna playa. Esto último no le suponía sacrificio pues casi nunca lo hace, pero renunciar al vuelo, que sobre todo le lleva a entrañables ciudades europeas, sí que le costaba. Al menos en los diez años anteriores así había pateado las calles de Viena, Helsinki, Berlín y Copenhague, entre una docena de destinos más. Por eso, de nuevo cogió su coche y se lanzó sin un propósito determinado a recorrer partes desconocidas del territorio. Solo el hecho de pensarlo le llenó de gozo pues sintió de inmediato una pulsión plena de reencuentro con la libertad irrestricta. La velocidad, la soledad, el silencio, ¿la aventura?, constituyeron el horizonte de los días venideros. Además, se alejó por completo del uso odioso recomendado todavía para algunos lugares de la mascarilla y, claro está, del lado oscuro de los insoportables atascos del tráfico enfebrecido.
El balance es satisfactorio. Ha hecho un recorrido de unos 1.400 Km y se ha movido por tres provincias de las que dos conocía un poco. Ha evitado las capitales y las ciudades grandes siendo sus objetivos parajes naturales, aldeas y alguna ermita. A veces, marchó a pie por sendas hasta lugares que previamente había seleccionado. Otras, se dejó llevar por intuiciones que resultaron un acierto. La mitad del tiempo estuvo sola y en las noches se dedicó a ponerse al día de aquellas lecturas pendientes: Marías, Valeria Luiselli, Juan Gabriel Vásquez, Sara Mesa… Cuando tuvo compañía fue el momento en que se acercó a fondas de pueblos que, vacíos durante todo el año, bullían de fervor festivo. Regresa pletórica, consciente de que “ha cargado las pilas” para confrontar el retorno.

Pero algo le provoca incomodidad. La víspera de regresar al trabajo lee un artículo sobre el cambio climático y los incumplimientos reiterados de lo acordado en Río (1992), Kyoto (2005) y París (2015). Lo que llama más su atención son las innovaciones que se avecinan en la industria automovilística, una de las de mayor impacto medioambiental. Si bien la pandemia detuvo su progresión, en 2019 casi alcanzó una producción mundial de 100 millones de coches. Se sostiene que el coche tendrá garantizado su carácter de icono civilizatorio. Los gobiernos apuestan por subvencionar el salto eléctrico del sector incluyendo ayudas a los consumidores que persiguen el ideal de que todos tengan un coche; la publicidad seguirá potenciando el deseo y las compañías aseguradoras incrementarán sus beneficios. Hay que mantener un modelo de vida por encima de la angustia culposa de ser un agente contaminante de manera que el automóvil, una adictiva burbuja que contorna al individuo libre, independiente y aislado, no parece estar en peligro por ahora. Entonces recordó que un día su padre le dijo que calculaba haber pasado más de cinco años de su vida dentro de un coche.
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