Vivimos tiempos inciertos. Es una época en la que pareciera que el camino andado y ciertas metas alcanzadas en la evolución de la humanidad no tuvieran vuelta atrás. Pero es falso. Las personas que viven de una pensión están preocupadas, los sueldos para los escasos primeros empleos son miserables y la estabilidad de estos es cicatera; hay gente en la cárcel por decisiones judiciales que no se entienden bien, la sanidad y la educación públicas retroceden, la guerra en el este europeo nubla el horizonte. Emigrantes por doquier, ateridos, desempleados, asustados. Tiempos de hartura, de falta de imaginación, de miedo. ¿Es el desaliento que trae consigo el invierno?

Una máxima que durante mucho se creyó sabia establecía que “en tiempos de tribulación no (había que) hacer mudanza”. Quizás fuera porque, por encima de la profunda crisis, se tuviera constancia de estar cobijado por una institución con unos cimientos capaces de soportar cualquier embate. Esperar a que escampara era sensato porque se estaba bien guarecido, pero ¿qué sucede cuando el refugio es precario y las relaciones entre las personas, el funcionamiento pautado de las reglas de interacción, apenas son un manojo de hilachos? ¿Se puede fiar del cabo que amarra el buque al puerto cuando la soga está gastada por el tiempo, por el roce de tanto subir y bajar, por el salitre marino?
Hay igualmente un aforismo recurrente a propósito de que las crisis son oportunidades para superar lo que quedó atrás, incluso para darle la vuelta como a un calcetín de aquel dicho que señala que lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. Es posible. Se invoca como una salida virtuosa la de hablar, la voz, pero ella se encalla cuando entre las partes no hay confianza. Entonces se reivindica la figura del mediador, aquel deshacedor de entuertos, que tiende puentes. Sin embargo, su tarea se enloda porque el contexto sobre el que no tiene control alguno varía tanto que resulta imposible componer una solución, quedando el escenario en manos del azar, de la simple conjunción del devenir de actores y de circunstancias, cuyo resultado final será luego explicado con las reglas de la causalidad más hipócritamente cartesianas.




Y después de hablar, porque se diera un consenso mínimo, construir. Edificar lo nuevo, ¿olvidando la realidad anterior?, ¿abandonando por completo las raíces que establecieron el precedente? ¿Qué ocurre con aquellas situaciones definidas por la presencia de personas que no les importa adónde van, sino dónde estuvieron? Las noticias no contribuyen a generar una visión sosegada, menos aún las impertinentes opiniones de tertulianos hueros. Posiblemente solo algunos especialistas ofrecen claves que no dejan de estar afectadas por cierto sesgo partisano o, incluso, por un velo de vanidosa sofisticación. El tiempo revuelto en la vida de uno, al igual que en la de algo tan difuso como es la sociedad, o el país, queda encanallado por la desconfianza.
No obstante, una luz aparentemente advierte del final invernal. Estoy casi seguro de que el adjetivo disruptivo es la palabra del momento actual. Bastaría hacer una rápida búsqueda en nuestro gran hermano para comprobar el número de citas recogidas, pero me da pereza y me rijo por la pura intuición. Quien quiera puede hacer el cálculo acerca de las veces que lo había registrado antes en comparación con la utilización casi frenética en los últimos tiempos. Por supuesto que no se trata de un término nuevo. Su uso, referido a “un proceso o un modo de hacer las cosas que supone una ‘rotura o interrupción brusca’ y que se impone y desbanca a los que venían empleándose” (RAE), ha venido para acompañar a abundantes substantivos engalanándolos con un hálito de cierto misterio, pues lo que se califica pareciera como si quedara pendiente de un hilo. Al hecho de que algo se está acabando de forma irremediable se une el panorama de un escenario inmediato donde se subrayan supuestos aparentemente indudables que tienen un fuerte carácter promisorio.
Vinculado sobre todo al ámbito de la conducta, lo disruptivo como categoría de análisis ha sido patrimonio fundamentalmente de quienes se dedican a la educación o a la psicología. Ser una persona disruptiva o tener una conducta disruptiva tiene una centralidad notable en ambas disciplinas, donde en la mayoría de los casos conlleva un lastre negativo. Constituye un estado que raya con lo antisocial por tratarse de expresiones individuales o colectivas de desorganización extrema.




Sin embargo, esta faceta perniciosa ha ido poco a poco cambiando su sentido para alumbrar uno en el que se pondera su componente innovador. Así, fiel a una filosofía de la vida que enfatiza, como señalé, que toda crisis esconde una oportunidad, apareció con fuerza insólita hace un cuarto de siglo el concepto de tecnología disruptiva en torno al mundo de los negocios. Poco a poco se generó una línea de estudio e investigación sofisticada.
Por ello no debería haberme sorprendido de haber recibido una invitación para un seminario sobre liderazgo disruptivo. La oferta resultaba coherente con la faceta más puntera de la gestión empresarial que, además, actúa en un entorno capitalista de máxima exigencia. Tenía por finalidad orientar a los líderes para que al amparo de las profundas (y disruptivas) transformaciones tecnológicas supieran gestionar sus compañías con el fin de asegurar su supervivencia, saber cómo adaptarse a los cambios y tener más éxito. Aplicado al mundo de los negocios pensé que no tardaría en dar el salto al de la política.




Pero enseguida me di cuenta de mi error pues si hay un terreno en el que lo disruptivo ha estado siempre presente es el político ya que su naturaleza invita a la construcción permanente de un determinado orden. El hecho de que el poder y sus vericuetos sean su razón de ser hace obligatorio considerar la innovación en contextos de dura competencia. Incluso bajo una mirada conservadora, tan opuesta a los saltos bruscos, siempre hay un acicate frente a lo impredecible, el deseo inequívoco de asumir riesgos. Ahora bien, ¿no es el propio calendario estacional un ejemplo en la vida cotidiana de su comportamiento disruptivo? Lo siento cuando adivino detrás de la rama blanqueada por la helada el atisbo de los brotes que anuncian el final del invierno.




Una visión de un proceder similar la proyecta mi amigo. Toma cuatro pastillas cada noche. Después de la cena su mujer las deja al lado del platillo donde se posa la infusión. Él juega unos minutos con ellas mientras con parsimonia las traga con sorbitos. Hace del proceso un ritual que me divierte. No me molesto en preguntarle cuál es la función de cada una. La buena educación no permite inmiscuirse en cuestiones de la salud de los otros y solo si ellos dan pie es oportuno seguir la conversación, con tiento, sin sacar a relucir comparaciones odiosas. También evito comentar con él una película que he visto recientemente de una médica en Brest que combate a una empresa farmacéutica responsable de un medicamento que se consume masivamente y que produce efectos colaterales no controlados. Menos aún traigo a colación hábitos similares en familiares míos, pues se trata de personas manifiestamente más mayores que mi amigo. La escena goza así de una naturalidad que, no obstante, no deja de tener un rasgo que no termino de valorar bien si entre la coquetería o la afectación hay un componente disruptivo.




Ayer la charla de sobremesa versó sobre el libre albedrío a propósito de un reciente artículo de Yuval Noah Harari en el que defiende que aquel es un mito generado a caballo por el cristianismo y por la ilustración. Sí, un mito que el liberalismo heredó de la teología cristiana conjugando las decisiones tomadas libremente gracias al peso de la razón que hace de los seres humanos entes únicos en el universo provistos de autoridad moral y política con el premio o el castigo divino según proceda. El intelectual israelí defiende la existencia de un nuevo escenario dominado por sólidos conocimientos de biología, muchos datos y una gran capacidad informática que permiten a las empresas o a los gobiernos “hackear” al cerebro humano. Ello le hace sospechar que las personas no son conscientes de la situación en la que viven como consecuencia de la sobre dimensión del libre albedrío que les entontece. A mi amigo no le convencía el argumento del afamado autor de Sapiens. De animales a dioses.
Puestos a continuar la velada en torno a la mesa camilla tan propia del tiempo invernal, aunque ya se estaba haciendo tarde, lo provoqué inquiriéndole acerca de su libertad a la hora de tomar sus cuatro pastillas. “Claro que las tomo libremente”, me dijo, añadiendo, “podría dejar de tomarlas mañana, pero no lo haré porque son necesarias para mantener mi calidad de vida controlando la tensión arterial, el colesterol…” Sin dejarlo continuar me apresuré a preguntarle, escéptico como siempre lo fue, por el origen del grado de confianza en los fármacos que había adquirido. “La ciencia”, me dijo; y apostilló: “soy un creyente acérrimo de lo que está comprobado científicamente”. Es decir, mi amigo no es sino un ferviente hijo de la razón que lo hace ser dependiente de otra manera. Una criatura que se cree ajena a la oferta no solo de los procesos disruptivos de fabricación y venta de los medicamentos por parte de la industria ávida de clientela sino de la demanda autónoma, no menos disruptiva, generada por su cuerpo.
Debe estar conectado para enviar un comentario.