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Dinamarca

Me cuesta procesar todo lo que veo durante estos días. Las preguntas se suceden sin que atine a balbucear mentalmente respuesta alguna. A veces, concateno explicaciones causales manidas: la ética protestante, la homogeneidad cultural y lingüística, el tamaño adecuado, la ubicación geográfica, instituciones… Son argumentos muy conocidos de la literatura sobre el desarrollo que coinciden al unísono en este país. La evidencia de que Dinamarca siempre ocupe uno de los primeros puestos en las diferentes clasificaciones a cerca del desarrollo humano, de la calidad de la democracia, del nivel educativo, y muchas otras referidas a una amplia gama de aspectos muy diversos, coincide con lo que se aprecia en las calles: ciudades con redes de transporte público eficiente que se combina con un uso masivo de la bicicleta; espacios en los que el cableado aéreo ha desaparecido; y las plazas, así como las muy abundantes calles peatonales, están cuidadas con un mobiliario funcional exquisito para el solaz de la gente.

La vida corriente pareciera haber logrado la quimérica yuxtaposición del capitalismo más moderno con un nivel de preocupación social elevado y de atención minuciosa al equilibrio medioambiental, asimismo la sociedad de consumo alcanza patrones muy sofisticados donde el diseño en los aspectos más nimios de lo cotidiano está permanentemente presente.  Los interrogantes siguen inquietándome: ya que no solo se trata del cómo se llega sino del cómo se sostiene.

Un país, miembro de la Unión Europea, pero que no se encuentra en la zona euro, sin que ello tenga, aparentemente, la menor repercusión toda vez que el ochenta por ciento de las transacciones se hacen mediante tarjetas. Sus cinco millones y medio de habitantes son también ajenos al ajetreo turístico ya que apenas si les concierne el tráfico de cruceros que tiene a Copenhague como un punto de visita en el circuito báltico dejando al resto del país a un lado.  Todo resulta tan modélico y equilibrado que no me parece raro que el país haya sido soñado como el referente para el independentismo catalán.

No obstante, hay dos elementos en el país de naturaleza muy diferente que llaman mi atención. El primero tiene que ver con el hecho de tener un grado muy alto de suicidios, lo cual genera una paradoja recientemente estudiada que vincula a sociedades satisfechas, rayando la felicidad, con las que tienen altos índices de suicidio. Los investigadores parecen colegir que el nivel de felicidad de los demás sería un factor de riesgo de suicidio porque la gente descontenta que vive en lugares donde el resto de los individuos son felices tiende a juzgar su propio bienestar en parangón con el de las personas que les rodean. El segundo procede de la comparación que realizo entre imágenes de la vida rural del país con las que he visto en lugares de Estados Unidos, en Illinois o Indiana, donde el parecido es notable. Una clara influencia de ida y vuelta proyectada en las altas cotas de americanización de la vida actual danesa.

Mi inquietud viajera me hace tomar un tren que avanza por la inmensa planicie azotada por el viento. Unas morosas colinas recortan el horizonte sirviendo de base a gigantescos molinos que mueven cadenciosamente sus aspas. La península de Jutlandia, como el resto del país, es rasa. El 75 por ciento de su superficie no supera la altitud de cien metros. Atrás ha quedado la isla de FanÆ y su multitudinario festival de cometas celebrado en una playa enorme que la carretera de unos 20 kms que une sus puntos más extremos atraviesa entre la arena. Los autobuses públicos que cadenciosamente van y vienen hacen el trayecto en tres cuartos de hora. Es difícil encontrar extranjeros en ese espacio, aunque un andaluz regenta una tienda de artesanía de ámbar, Agavanza. Asomada al mar del Norte se llega mediante un transbordador desde Esbjerg, una ciudad en que todo parece nuevo, y cuyo puerto sirve a las plataformas de gas y petróleo de una nación que está inmersa en plena transformación de su matriz energética.

La visión desde el tren sorprende al viajero, abandonado ante el paisaje plano, por la celeridad que tienen las nubes proyectadas vertiginosamente hacia el oeste, en el mismo sentido de la marcha hacia Aarhus. El silencio se adueña del espacio gestándose una sinfonía con contrapuntos entre el exterior y el interior; solo se quiebra cuando periódicamente pasa el revisor o la megafonía avisa de la llegada a una estación.

Aprovechando la permisividad reglamentaria una pasajera viaja acompañada de su perro que se acomoda sobre una toalla en uno de los asientos. Otros viajeros miran absortos sus móviles con ese gesto constante, tan característico, mediante el que todo se controla con una sola mano y la insólita agilidad del pulgar. Una mímica que en menos de una década se ha vuelto universal pudiéndose ver replicada en cualquier rincón del mundo. Las bicicletas ocupan ordenadamente el sitio que tienen asignado en el vagón.

La joven ha subido en una estación a medio camino. Por su atuendo y sus rasgos faciales es fácil suponer que es extranjera. Está sentada a mi altura al otro lado del pasillo. Al comprobar el billete el revisor le inquiere algo en un tono de voz más alto de lo habitual. Ella parece no entender, como tampoco entiendo yo. El hombre muestra su desagrado alterándose y pasa su prédica al inglés. Le pide una identificación, un carné, una carta donde figure su nombre. Ella musita palabras confusas. Él vuelve a la carga cada vez más enfadado, “dime quién eres”, le dice con aire amenazante, “o si no llamaré a la policía”. La tensión se incrementa justo en el momento en que se anuncia una parada. Ambos abandonan el lugar del altercado. Nadie les sigue con la mirada, ninguno cambiamos la tarea que nos entretenía hasta unos instantes atrás. El tren reinicia su trayecto: las calles repletas de bicicletas de la ciudad que deja, los molinos de viento, las nubes raudas, el paisaje plano, el silencio, reconfortan la continuidad del día.

El trayecto me conduce al confín. El panorama desde el faro de Skagen, una punta donde se dan cita el Báltico y el mar del Norte, o, algo más al sur, desde el de Hirtshals, que contempla la suave costa noroccidental de Jutlandia, muestra entre las dunas numerosos búnkeres mecidos permanentemente por el viento. Unos se encuentran abandonados, pero otros cumplen una tarea museística encomiable. A ambas ciudades, desde donde salen ferris a distintos puertos noruegos, se llega por tren desde Aalborg, que es el centro urbano más importante del norte de la península, situado al costado sur del fiordo que atraviesa esa zona del país comunicando sendos mares. Una ciudad de origen vikingo, fundada hace mil años que cuenta con una pujante universidad responsable de la revitalización de la región, y que tiene un simpático jardín musical donde se pueden escuchar diferentes piezas oprimiendo el botón de cajitas negras al pie de los árboles.

Las playas occidentales de Dinamarca, frente a la más conocida referencia del litoral francés, fueron potencialmente los puntos más factibles donde un desembarco aliado durante la segunda guerra mundial podría haber tenido lugar. Por ello, el ejército alemán blindó la costa con puestos de observación y antiaéreos mediante un continuo rosario de construcciones de cemento armado, operación en la que el gobierno danés del momento tuvo cierta connivencia. Pero la preocupación defensiva llegó, sobre todo, a la arena donde se emplazaron más de dos millones de minas antipersona. Esta imponente malla protectora posiblemente disuadió a los aliados a la hora de efectuar cualquier intento de invasión.

Tras el final de la guerra, la tarea de desminado corrió a cargo de un batallón de prisioneros de guerra alemanes de entre 15 y 18 años que en número algo superior a los 2.000 penó su condición de derrotados con numerosas bajas mortales (¿1.000?). Bajo la hipócrita figura de “personal enemigo voluntario” (ya que la convención de Ginebra prohibía ese tipo de tareas para los prisioneros), ingleses y daneses organizaron de esta manera la limpieza playera.

Esta historia la retomó en 2015 un director de cine danés, Martin Zandvliet, de manera brillante en Tierra de minas. El filme recuperó del olvido esa historia y cuestionó críticamente el papel de la sociedad y del gobierno danés. En un país donde el nacionalismo es extremadamente fuerte, con banderas por doquier que enseñorean la cruz blanca sobre fondo rojo, las muestras de recuperación de la memoria encuentran también grietas mediante las que hacerse visibles. Al mismo tiempo, este hecho tuvo su colofón cuando el gobierno danés confirmó el total desminado de sus playas. En efecto, en 2012 las playas de la península de Skalligen, todavía afectadas por el minado en dunas que se habían ido desplazando poco a poco, fueron limpiadas. Al tratarse de un espacio natural protegido donde crían aves raras o en extinción y el trabajo está limitado en cuanto al uso de vehículos y explosivos, la tarea sobre las playas olvidadas hubo de realizarse de forma cuidadosa.

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