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Definir y enumerar

“Ella es muy singular”, me dice mi amigo, “siempre lo ha sido”, añade. No se trata de que sea especial, quizá sí es única. Tampoco se trata de que goce de atributos específicos ni de que sus rasgos privativos contribuyan a dotarla de una personalidad propia, porque, ¿se pude decir que una gata tenga personalidad? ¿Es apropiado aplicar ese término a los felinos? Él me recuerda que Julio Cortázar así lo defendía, pero yo estoy confundido al respecto por mucho que aprecie a mi gata.

En todo caso me quedo pensativo en lo primero que dijo. En concreto, en el uso del término “singular”, uno que me retrotrae a mis primeras clases de gramática y a lo concerniente al número. Entonces se decía que había dos: singular y plural, una simplificación sencilla de la complejidad de la vida como siempre que se acude a la lógica binaria. Por otra parte, en casa era habitual escuchar una frase para mí entonces enigmática: “uno está bien, dos son multitud”.

Estoy habituado a manejar el concepto de pluralismo aplicado al universo de la política, bien sea en el ámbito de las instituciones o en el de los actores, también en el de los individuos, sobre todo cuando se aplica a toda la maraña de identidades que los asolan. Siempre me ha parecido una idea suficientemente expresiva no solo del enredo de la vida política sino militante en términos de la defensa de la variedad de intereses, de legados, de maneras de entender y de comportarse en la vida. Yo mismo me he confesado pluralista.

No obstante, con seguridad, el gran inconveniente a la hora de su uso radica en la imprecisión del número concreto al que concierne. Sí, lo plural evoca a varios, a muchos, pero ¿a cuántos? Cierto es que a veces resulta muy cómoda la ambigüedad, pero en ocasiones desazona por ocultar aspectos que pudieran ser substantivos. Son esos rasgos los que mi amigo enfatiza en relación con la singularidad de su gata, pero el asunto parece más enrevesado.

Hace tiempo supe de un uso ajeno de este término alejado del proceloso mundo del yo en el que nos movemos donde las cotas de egotismo y de individualismo alcanzan niveles imprevisibles. Así, el susodicho se liga con la denominada singularidad tecnológica que supone la llegada irrestricta de la inteligencia artificial global. Se trata de que un ordenador, una red informática o un robot podrían ser capaces de auto perfeccionarse recursivamente alcanzado un estadio en el que el tipo de inteligencia articulado terminaría siendo mejor que el humano.

La cuestión ni es baladí ni es sujeto exclusivo de la ciencia ficción donde hay contribuciones legendarias. Desde hace ya tiempo Singularity University es la evidencia más clara del estado de las cosas. En su campus de Santa Clara en California vienen preparando desde hace años a líderes globales y a organizaciones mediante programas y eventos transformadores. Según reza su carta de presentación, “exploran las oportunidades y las implicaciones de las tecnologías exponenciales y las conectan al ecosistema global que está configurando el futuro y confrontando los problemas más urgentes del mundo para solucionarlos”.

Leo en algún lugar algo que brinca un salto de lo conceptual a una dimensión diferente: “Las plantas, los hongos, las bacterias y todos los animales, incluidos los seres humanos, desprenden compuestos orgánicos volátiles para comunicarse en función de la situación en la que se vean sometidos. Si este mecanismo se ve alterado, los seres vivos pueden perder su lenguaje, sus capacidades de reproducción y protección. El aroma funciona cómo un diagnóstico de la salud del ecosistema. Es una herramienta que permite medir su estado, su vulnerabilidad y los cambios que ha sufrido”.

Pero el problema es, precisamente, el de su medición que permita la comparación en el espacio y en el tiempo. Conocer la diferencia del aroma que desprende un hayedo del que emana de un trigal o su variación con respecto a hace décadas es un reto que requiere una técnica muy sofisticada que ignoro si existe porque el artículo que es la fuente de la cita no lo explicita.

El protagonista masculino de Desierto sonoro, una novela de Valeria Luiselli, se dedica a grabar sonidos para un repositorio que recoja a lo largo de varios momentos los rumores y los ecos registrados en diversos lugares. El centro de una gran ciudad, las riberas de un río de montaña o del que transcurre en el valle, el viento atizando la ladera del cerro punteado de olivos, la costa rocosa batida por las olas, el corazón de un hayedo al mediodía, el amanecer en el pequeño pueblo, el ocaso en la pradera. Se trata de captar una huella más de la existencia. El vestigio del impacto humano en un espacio que aparentemente está vacío de su presencia, pero donde miles de aviones lo sobrevuelan diariamente o llega el lejano rumor del tráfico de una autopista, del tren a 300 km/h o del trabajo de unos tractores en lontananza.

La historia y la sociología están acostumbradas a trabajar con documentos o con relatos. La escritura y la oralidad se han impuesto siempre como vehículos para construir narraciones interpretativas de lo que acontece. Una forma de escritura fue la pintura neolítica hecha de trazos, pero pronto tuvo una configuración adecuada y tiempo después generó una forma de expresión propia. En un salto, la fotografía amplió el panorama. La música, gracias a su transmisión oral y luego por su traducción a un lenguaje ajustado, pudo también tener continuidad en su expresividad.

Sin embargo, los sonidos de la naturaleza y de la actividad cotidiana humana quedaron inaprensibles, también los olores. Configuraron un espectro que discretamente siempre estaba ahí y cuya animación se daba perenne.  No había una evidencia expresa porque a lo sumo el batir del viento contra los robles o el aroma de un guiso había sido traspuesto a un relato. Pero ¿aquello a lo que se refería el abuelo o que se describía en la comedia griega era lo mismo de hoy? Dejando de lado la relevante subjetividad del observador construida en cada momento tanto por su entorno como por su experiencia ¿no estamos frente a innovaciones extraordinarias?

Si la precisión conceptual es un viejo ejercicio contar no lo es menos. El aprendizaje de los números es prácticamente simultáneo con el del lenguaje y anterior al de escribir o leer. Después conoceremos que la numerología es más complicada. El significado, la naturaleza y el contenido de los números es variopinto, con influencias que llegan hasta la poesía, pero esa es otra historia. Para la mayoría de la gente contar no tiene nada de mágico. Se trata de adecuar una determinada idea expresada en guarismos con la realidad percibida. Se asume que esta noción es natural y se proyecta en el mundo de los dígitos que capta una dimensión de lo que nos rodea como es la de la cantidad.

En la academia hay una tensión entre esta dimensión, que adquiere la denominación de cuantitativa, con aquella otra, aparentemente contrapuesta, llamada cualitativa, que vela por resaltar aspectos vinculados con los valores o con la esencia de las cosas. Un ejemplo es clarificador: la primera se ocupa de los votos, que se cuentan, mientras que la segunda lo hace de los programas políticos, que se narran. No obstante, la cuestión se vuelve compleja pues los votos expresan escenarios cualitativos, como podría ser la evidencia del pluralismo, y los programas admiten enumerar las palabras y las estructuras lingüísticas que los integran.

El ámbito de lo cuantificable supone un espacio inequívoco en el seno de las relaciones humanas; en su desarrollo es indisociable con una específica forma de progreso basada en la acumulación, el rendimiento y el cálculo del interés, pero también de cierta forma de medir y de sopesar.

Por consiguiente, el duelo metodológico resulta azaroso y requiere que se adopten mínimas estrategias de compromiso. Contar es siempre necesario, pero, como subrayaba el politólogo italiano Giovanni Sartori, hay que hacerlo inteligentemente, lo cual requiere de la definición precisa de las unidades objeto del conteo: si se cuentan manzanas no deben incorporarse las peras a la operación.

Cuando el sujeto del que se trata es una persona muerta contar adquiere un tinte en el que, primero, debe predominar el respeto. Sean fallecidos en accidentes de tráfico, por ictus, por homicidio, suicidas, recién nacidos, mayores de 90 años, mujeres y hombres. La fría estadística de los decesos es relevante para el conocimiento de la sociedad y para la eventual prevención de lo que pudiera evitarse o morigerarse mediante políticas públicas. Aunque las cifras no tienen color político hay un costado oscuro en su uso que las convierte en armas de una batalla ajena.

Como si se tratara de la tabla clasificatoria de una competición deportiva, los guarismos de la pandemia pretendieron definir quién era mejor estableciendo criterios de calidad y de segregación. La atención sobre diagnosticados, curados y fallecidos entre países o regiones, generó en su momento datos cuantificables para realizar estudios rigurosos sobre las razones de su origen, de su expansión, y de los (des)aciertos cometidos en su tratamiento. Pero, a su vez, lamentablemente y es algo que no debe olvidares, produjo clasificaciones que muestran el lado morboso de las cifras dando pábulo obsceno a los profetas del rencor.

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