Hay muchas maneras de ser injusto, una de las más severas es la de enfatizar, en el seno de una celebración, las ausencias. Ello supone una afrenta a los presentes. Un agravio que desnivela la balanza dando más importancia al platillo en el que se sitúa la ingratitud, el desapego, la hiriente distancia. Al otro lado, la lealtad o la responsabilidad y la coherencia que quedan minusvaloradas. Es muy probable que eso sea así por la naturaleza del ser humano, que tiene en el rencor un poderoso motor.

No lo sé. Pero el viejo cuento del párroco que reprochaba a los asiduos feligreses la ausencia a misa de los restantes vecinos es un asunto conocido. Pasar lista es un ejercicio neurótico que reconforta en vano. Una tarea que se enmarca, además, en tradiciones diversas: desde las vinculadas al orden militar, a las oprobiosas sobre las que se yergue la delación; desde las que construyen el proselitismo, hasta las que son un mero ejercicio de verificación burocrática de quienes están. Incluso los rituales del amor son variopintos.
No es solo un balance entre expectativas y realidades, ni un ajuste de cuentas entre el debe y el haber, se trata de algo más sutil. Desde siempre las personas se mueven entre ciertos imperativos (“no puedes faltar”), y la desidia (“no pasa nada si no voy, porque nadie me va a extrañar”); aunque a veces la intención es manifiesta de no ser cómplice (“a estos no les bailo el agua”), o es un repudio expreso (“no tengo nada que ver”), o se refiere a un mal deseo (“que les parta un rayo”). Cualquier efeméride grupal siempre estará afectada por ese contexto.
A las habituales dudas en torno al quehacer inmediato se suman las valoraciones de los otros. Los propósitos y las evaluaciones se enredan ¿Por qué entonces mortificarse con el recuento? ¿Es tan necesaria la reválida presencial de los demás? Por otra parte, el inefable idioma no contribuye a esclarecer la situación con aquel dicho famoso de que “ni están todos los que son, ni son todos los que están”.




Como es habitual, las cosas son más complejas de lo que parecen. La mayoría puede pensar que en una determinada circunstancia no hay ausentes que valga, aunque una sola persona sea capaz de proclamar que falta alguien, una ausencia a su juicio clamorosa y sobre la que no se atreve a insistir, pues cuando en una ocasión lo hizo le dijeron que era un cenizo. Una anécdota menor que no por ello dejó de resultarle lacerante. Como ocurre al contrario cuando es el grupo el que se ve debilitado, sin que esté necesariamente en peligro, porque los que deberían seguir perteneciendo se distanciaron.
Contar se vuelve un ejercicio onanista; no es únicamente que el listado no cuadre, es que no se sabe si faltan o sobran. Por eso, no hay que pasar lista, solo deben contarse las nubes que cruzan erráticamente el cielo enmarcado desde la ventana del cuarto hasta llegar a la docena, más no vale la pena.
En otro orden de cosas, a veces cuesta trabajo encontrar el propósito de ciertas tareas, justificar para qué se hacen cosas. La tupida red de las profesiones se ha ido configurando poco a poco a raíz del desarrollo de la humanidad. Los oficios se han ido adecuando a las necesidades, pero también han tenido una autonomía relativa, de manera que han terminado dando satisfacción a sus propios avatares.




En la tensión entre el homo faber y el modelizado por el pensamiento liberal homo economicus con el homo sapiens de trasfondo, siempre hubo espacio para el ejercicio de la contemplación, en el marco del beatus ille, y del activismo transformador. Ambos constituyen formas de vida que se cuelan por los intersticios que dejan tanto las profesiones mínimamente regladas como los quehaceres más cotidianos que requieren esfuerzo e imaginación. Fray Luís de León en el retiro de La Flecha, Michel de Montaigne en su castillo, Antonio Gramsci en la prisión, son ejemplos de todo ello.
La crítica es una actividad humana por excelencia que, no obstante, ha terminado constituyendo una profesión que afecta a otras numerosas labores. En el ámbito académico se liga con la filosofía de quien se dice que es auxiliar. Tener criterio supone poseer la capacidad de discernir y, por tanto, es algo que se vincula con la existencia de un determinado canon, de un patrón de alguna manera preestablecido que es el referente del juicio que se lleva a cabo.
Los críticos profesionales ejercen su tarea con respecto a numerosos cometidos, sobresaliendo los que lo hacen en el terreno de las artes, ámbito muy bien abonado para una tarea raras veces prescindible. En otros ámbitos se les denomina evaluadores siendo su acción mucho más prosaica. Quien ejerce la crítica suele estar envuelto en un aura de prepotencia porque su magisterio, en ocasiones, fija el criterio que debe seguirse en el futuro dejando fuera de juego a quienes no prosiguen su diatriba.




Desde Descartes, sin embargo, el término ha venido comportando un carácter calificativo. El racionalismo abrió las puertas al pensamiento crítico que supone que las personas se acercan al saber sin clichés preconcebidos y que, usando la crítica, deben establecer los parámetros de la reflexión a llevar a cabo antes de formular un juicio. En esa dirección en el siglo XX, tras la invectiva marxista de que ya era hora de ir dejando la interpretación del mundo para, en su lugar, transformarlo, el adjetivo terminó adosándose a las disciplinas de las ciencias sociales y de las humanidades de forma que comenzó a hablarse de filosofía crítica, antropología crítica, economía crítica, etc.
Volví a escuchar el mantra en un congreso al que asistí no hace mucho y no dejó de sorprenderme ante la bonhomía del colega que lo pronunció. Convencido de lo que pregonaba, su verbo se encendió cuando habló del necesario compromiso que la disciplina debía asumir para alcanzar un mundo mejor. Era posible. Mi cabeza entonces se agobió por un asunto viejo que repudio porque me niego a ser apóstol de nada.
Por eso cuando el cura contuvo la respiración y me miró fijamente sentí que un sentimiento de zozobra se apoderaba de mí. “La llegada O Cebreiro”, decía, y añadió sin darme tiempo a preguntar por la razón: “no se trataba solo del retorno a nuestra tierra, era pensar que por allí mismo había entrado la fe”. Era lo que destacaba más de su reciente experiencia. Tiempo después esas palabras resonaron cuando atravesé por última vez el paraje en dirección a la meseta.




Ante lo primero, volví a constatar lo falsario que a menudo resultaba la ubicación de la tierra de uno mediante coordenadas geográficas, porque el viajero, cuando deja atrás el túnel, entra en una comarca que ya no pertenece a Galicia, pero cuyas reminiscencias en el habla y también en el paisaje hacen que un extraño no note la diferencia. Lo segundo, para un agnóstico como yo, aunque no dejase de sorprenderme, generaba una sensación extraña que surgía por la duda que me producía pensar qué había de verdad en aquella afirmación. Si era una respuesta manida, obviamente esperable, producto de un obligado guion de conformidad con el papel que cada uno asume en la vida o, por el contrario, se trataba de una convicción absoluta.
En mis clases intento hacer pensar a los estudiantes sobre el término “confianza” y su profundo significado. Un substantivo, les digo, básico para articular en su derrotero cualquier orden político. Una palabra pesada que contiene en sí misma numerosos matices y que a veces se trivializa o se deposita en torno a una institución que para la gran mayoría de la gente está a una distancia infinita -“¿qué grado de confianza tiene usted en el Tribunal Constitucional?”- Sin pararnos a pensar más allá escribimos sesudos trabajos. La fe tiene un componente similar, pero, contrariamente, se separa en seguida de aquélla por adquirir una connotación de trascendencia incondicional. Mientras que la confianza se ubica en el orden social, la fe queda relegada al religioso. Por eso mi fascinación al escuchar el término acompañado de la mirada penetrante del cura.




Durante un mes el sacerdote pedaleó para hacer el Camino a lo largo de los dos mil y pico kilómetros que separan Roma de Santiago. Se mezcló con cientos de peregrinos compartiendo albergues y sendas, fue testigo de cambios atmosféricos, de insólitas transformaciones del paisaje, padeció el cansancio físico, incluso el dolor, percibió el modo en que transcurría el tiempo…
De todo ello lo relevante no era pasar lista, lo que destacaba era algo que se vinculaba muy íntimamente con el propósito último de su existencia y, posiblemente, de muchas otras gentes; algo diferente a los distintos motivos por los que él y yo nos sentábamos uno frente al otro en un acto que para mí era social, pero que para él tenía un profundo significado. Su rostro iluminado era una imagen que retuve unos momentos antes de que se recluyera en el archivo de los recuerdos hasta que el paisaje del Cebreiro lo conmemorase tiempo después. Entonces, aquella exaltación de lo que le conmovió ni me dijo nada, ni me lo sigue diciendo hoy.
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