Importa el lugar en el que uno está dormido. También cuenta el momento. No es lo mismo estarlo en una mecedora que en una cama; en el asiento de un medio de transporte o de pie haciendo guardia. Es distinto dormir de día que de noche; después de haber comido opíparamente que en vigilia; como lo es irse a la cama tras haber vivido una situación de profunda emotividad o de alteración psicológica. Es asimismo relevante la distinción de estar en compañía o solo, con frío o calor, en un ambiente ruidoso o en silencio. La gama de contextos que, además, son procesados de forma variopinta por quien duerme es muy amplia y supongo que generan efectos diferenciados en el proceso onírico.

El zumbido de los motores entreverado con el del aire acondicionado constituye un telón de fondo que termina ejerciendo un efecto de sosiego. La penumbra en la cabina produce un amortiguamiento suficiente de la luz que normalmente espabila. Han pasado ya varias horas desde el despegue, hace un buen rato que el avión sobrevuela el océano. Después de un tiempo en vela me he dormido por un lapso del que ignoro su duración. De hecho, tengo idea de que al menos me he despertado en tres ocasiones que se han enlazado con facilidad porque he mantenido un hilo argumental de un sueño en el que camino por una ciudad que no identifico buscando una librería en donde debo encontrar una novela cuyo absurdo título ahora se me escapa.

No hay agobio, ni menos tensión, pero sé que debo intentar seguir durmiendo para que cuando llegue me encuentre descansado; por otra parte, el sueño me invita a no perder su hilo ya que hay una placidez inherente en sus imágenes. Sin embargo, ignoro por qué decido abrir los ojos y mirar por la ventanilla que en esta ocasión permanece levantada en contra de lo que es habitual por la recomendación para mi incomprensible de mantenerlas bajadas durante el vuelo nocturno. Y allí, al fondo negro del costado izquierdo del avión se hace presente lo que me parece una fantasía que se funde con el mundo de los sueños suplantándolo.
Una perfecta línea rutilante se abigarra en un determinado momento para configurar un nudo extenso y profundo de luz. La imagen es fantasmal y ha roto mi deambular callejero, aunque siento que el sueño continúa pues soy incapaz de entender lo que estoy viendo, en la inmensidad de la noche, recortando su negrura o, mejor, dándole sentido por oposición. Una luminosidad acotada que no está en mi bitácora y que me confunde como en aquellas alucinaciones en las que aparece algo que no estaba en el libreto, que es contradictorio con una secuencia normal de las cosas. Pero el ofuscamiento apenas si dura un puñado de segundos. Por el tiempo transcurrido y por la posición con respecto al sentido del vuelo es la isla de Cuba y las luces magníficas no son sino la ciudad de La Habana.

Hay temas, o quizá basta con una sola palabra, que su mero enunciado posiciona a la audiencia. Sin medir señal, la gente toma partido cuando los escucha o los lee. Se trata, a su vez, de términos que suelen arrogar un significado mítico. Integran, además, la complejidad y recogen factores constitutivos múltiples. Son sinónimo de (des)esperanza, pero también de desvelo, de tragedia, de farsa. Todo el mundo tiene una opinión que avala el (des)afecto que posiblemente es previo al conocimiento.
Cuba es uno de ellos. Cuando como profesor abordo su caso de estudio me resulta difícil encontrar el equilibrio. La pura descripción es casi una fantasía como si se tratara de un sueño. Las fuentes aparecen contaminadas. Detrás de cada una hay pasión, interés, compromiso, exilio, alegría, dolor, drama. Siempre destaco la senda abierta por Soy Cuba, una película de Mikhail Kalatozov de 1964 a la que siguieron tantas otras. Ni que decir tiene que todo vaticinio resulta vacuo. Llevo cuarenta años explicando la lección y nunca me atreví a apostar por futuro alguno.

Dos textos que leo uno seguido del otro se entrelazan desde la narrativa para desnudar la compleja relación de la vida dentro y fuera de la isla por una sociedad que no deja de desgarrarse desde hace más de sesenta años. Enrique del Risco escribe en Turcos en la niebla una saga de supervivientes del exilio en Nueva York integrado por marielitos de 1980 y balseros de 1994 que no dejan de desangrarse por las heridas de los recuerdos, las traiciones, las esperanzas reverberadas una y otra vez por la incertidumbre, las delaciones, las vidas quebradas y reconstruidas en falso de inmediato. Carlos Manuel Álvarez Rodríguez en La tribu. Relatos de Cuba dibuja escenas de perdedores que permanecen en la isla o que deambulan en tierra firme en busca del sueño americano. Mosaicos gestados por la histórica visita de Barak Obama a la isla en marzo de 2016 que pareció que iba a propiciar que tantas cosas estaban en puertas de llegar a su fin más aun cuando ocho meses más tarde moría Fidel Castro. Sin embargo, nada cambió.
Por ello no deja de ser lacerante la ironía con que Álvarez Rodríguez sintetiza el lapso donde se dieron millones de vidas: “Volvamos: los sesenta fueron los años del hombre nuevo. Los setenta, la supuesta consumación de ese supuesto hombre nuevo. Los ochenta, las primeras erosiones del hombre nuevo. Los noventa, el derrumbe abrupto, sísmico, del hombre nuevo. Los dos mil, el cadáver danzante del hombre nuevo. Y esta segunda década del siglo veintiuno, el hombre que ya no importa si es nuevo o no, sino solo que sea”. O con relación a la sinonimia que el poder vendió de Fidel que era la Revolución, la Patria, La Nación. “Miremos sus fotos de los sesenta: temerario, frondoso. Miremos sus fotos de los setenta: feroz, impulsivo, incluso exorbitante. Miremos sus fotos de los ochenta: severo, compacto. Miremos sus fotos de los noventa: redundante, terco, fatigoso. Miremos sus fotos de los dos mil: parlanchín, decrépito, desencajado”.

Si bien algo nuevo ha surgido desde entonces, que el cambio esté en ciernes no deja de ser una quimera. No es solo que, como se viene repitiendo una y otra vez, “el modelo esté agotado”. Aunque es obvio que lo excepcional está ahí, no se trata tampoco de que el carisma de Fidel no se herede -si bien su hermano Raúl lo usufructuó-. Tampoco es debido a los efectos del llamado bloqueo, o embargo, como se quiera, que han martirizado a la población en la vida cotidiana y dado un sólido argumento a la nomenclatura para mitigar su ineficacia. Menos afectan las movilizaciones que ocurren en el vecindario. Ni siquiera el desgaste generado por la COVID-19 o el derrumbe del turismo. No obstante todo suma.
La Revolución se sostuvo por diversos factores de acuerdo con el tiempo, la edad de los protagonistas, y el contexto mundial, pero siempre contó con al menos un socio relevante externo. La Unión Soviética lo fue al principio (1959-1989) y Venezuela después de 1999; actualmente poco queda, mientras que China desempeña un papel marginal y Rusia pretende revivir un imposible retorno. Por otra parte, la simpatía que generó en la izquierda mundial mengua porque ahora entiende poco de añoranzas y sabe que el fluir de la calle es la respuesta a la frustración, cuando no al hambre, al autoritarismo o a la opresión. El Movimiento San Isidro, de sólido perfil cultural, ha pretendido ser el clarín del cambio quedando ahogado en el estertor del aprisionamiento de Luis Manuel Otero Alcántara a punto de cumplir dos años desde su detención en julio de 2021.
La Contrarrevolución está en las redes sociales y tiene su himno, como no podía ser de otra manera dado los tiempos que corren. Unos raperos, Osorbo y El Funky, que conciertan el interior con el exterior de la isla cantan “ya se acabó” y reemplazan el sagrado santo y seña, que es el epítome disyuntivo por excelencia del martirologio revolucionario, de “patria o muerte” por el lúdico festivo copulativo de “patria y vida”. Mientras tanto, el presidente Miguel Díaz-Canel, en un país donde internet se apaga, proclama enfáticamente que “la orden de combate está dada” a la vez que las fuerzas de seguridad detienen en directo de una transmisión a la youtuber Dina Stars.

Todo resulta muy complejo y el ya lejano anuncio de la normalización de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos permanece como un símbolo de la frustración perenne. Un momento, como señala Enrique del Risco, en el que las discusiones fueron horrendas evidenciando el caos permanente, la congoja de unos y de otros. ¿Había llegado la hora de hacer algo nuevo luego de la misma política o tenían razón quienes se desgañitaban asegurando que era imperdonable traición al pueblo cubano y al exilio? Sí, parecía el final de una época y había que hacer algo, aunque nadie se pusiera de acuerdo sobre qué. El tiempo pasó y nada se acaba, ¿o sí? Vuelvo a retomar el sueño.
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