
Han transcurrido 48 horas cuando paso por el mismo sitio aunque el sentido de mi marcha ahora sea el contrario. Una vista especialmente bella de un lugar entrañable en mi vida que me emocionó el otro día y que hoy sigue cautivándome. Sin embargo, hay algo que no es igual. Mientras que ahora el cielo está cubierto por una capa densa de nubes anteayer el sol era radiante. Entonces me desbordaba una emoción que rayaba en la euforia lejos de la mustia apatía que se ha apoderado de mí desde hace unas horas. Me encontraba inmerso en el inicio de una trepidante jornada de quehaceres diversos en los que se intercalarían razonables dosis de sociabilidad con personas distintas así como la alternancia entre los afectos familiares y de las amistades con una tarea académica. Hoy, por el contrario, vuelvo yermo a la casa que, repito una y otra vez, ha sido mi hogar oficial en los últimos 21 años.

El panorama de lo cotidiano es sin duda el tamiz por el que mi mirada evalúa lo que ve y arrastra los recuerdos acerca de lo que me rodeaba en aquel momento y lo que ahora veo. De lo vibrante a lo sombrío, de la plenitud al vacío. La presencia del sol y la intensidad de la luz del día, mis expectativas, los afectos, el sentido de las cosas configuran una partitura en la que se interpreta la sinfonía de la vida. Sin embargo, dos fotos tomadas en el mismo lugar en sendos momentos separados que guardo en mi celular delatan mi prejuicio. Al contrastar la que acabo de sacar con la que hice hace dos días, compruebo que al igual que ahora no hubo sol. Entonces sé que ese factor no solo no es lo relevante sino que mi memoria afecta al recuerdo para que todo luciera impecable. El día era hermoso y tenía que serlo en todos sus costados canónicos.

Sé que cuando cuente esto a mi amiga me dirá que además todo parte de un equívoco. Para ella los días grises y nublados son más acogedores que los restantes. Una risueña felicidad invade su rostro al constatar que el día comienza de esa guisa. No necesariamente tiene que llover, basta con que el cielo esté debidamente tapizado de grisura. Por consiguiente, me dirá que lo que debería hacer es sacar menos fotografías y dejar de someterme a este tipo de presión. Por otra parte, lo curioso es que también yo me reconozco teniendo con frecuencia una actitud similar. Los días que destilan melancolía me encantan. Si todo eso es así, ¿por qué un cambio de humor tan radical en tan poco tiempo? Pero ¿dos días es poco tiempo?
Para amortiguar mi desazón, mis pensamientos me llevan a un mensaje de un colega nórdico del que siempre he creído que es la quintaesencia del equilibrio. Alguien que se aleja por completo de la bipolaridad. Su pasión son las aves que conoce al mínimo detalle y que fotografía con habilidad de profesional. Su envío vino acompañado de dos imágenes del pájaro grande que vimos juntos en las cataratas de Iguazú hace cuatro meses que se llama «yacutinga» o «pava yacutinga» en español, obviamente un nombre de origen guaraní. Haciendo gala de su erudición me aclaraba que en latín se llama “pipile jacutinga” y en inglés “black-fronted piping guan». Un ave que está en peligro de extinción, de manera que consideraba que la posibilidad de ver otro ejemplar era casi inexistente… Sin embargo, en los tres días que permaneció en Misiones después del Congreso volvió a verlo de nuevo y en un modo más activo. Su relato es el de alguien feliz.

Con pesadumbre continúo mi andadura. Soy consciente de en qué medida la diferencia está dentro de mí. También de la celeridad con que paso de un estado emocional a otro y de la incapacidad de controlar las pasiones, ajenas a cualquier intervención de la racionalidad. Abrumado entro en el centro comercial donde se encuentra la estación de tren. Una pareja está sentada en uno de los locales de comida. Son los únicos. Él está visiblemente alterado y llora sin ocultarlo. Mientras que ella calla y le coge sus manos él dice algo que no alcanzo a escuchar entre sus sollozos. Ignoro el idioma en que se expresa. La imagen me turba y paso deprisa. No me gusta ver llorar a nadie, si bien me reconozco como alguien que cada día que pasa es de lágrima más floja.
He contemplado una escena que podría ser similar a la que un amigo me contó hace unos meses. Él estaba pensativo en un rincón de un bar y una pareja que no dejaba de intercambiar risas vino a sentarse muy cerca sin percatarse de su presencia. Hablaban con sosiego en español con un acento que él no sabía identificar. El tono parecía desarrollarse en un contexto amable, con palabras comprensibles que inducían a la ternura. Al poco tiempo el hombre comenzó a llorar en silencio al tiempo que ella repetía una y otra vez una palabra que él entendió a la perfección: ciclotímico.
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