La carga
El poeta recomendó viajar ligero de equipaje. Un dicho que he intentado seguir a rajatabla. Hace el tránsito más cómodo, facilita la desenvoltura en momentos turbulentos y es un recordatorio permanente de la futilidad de las cosas. La austeridad en la impedimenta ayuda a pensar en lo necesario antes de comenzar el periplo suponiendo un ejercicio de evaluación de fines y de medios, aunque no sea mi caso. En ocasiones es una pose estética, en otras una identificación con la velocidad de la vida, en las menos una concesión a quien(es) te acompaña(n) en el viaje agobiado(s) por la limitación del espacio.

Tampoco son situaciones que me conciernen. Quizá, lo que me ocurre es que quisiera acarrear siempre la misma pequeña valija que, eventualmente, pudiera abandonar en un aeropuerto, en una estación de autobús o de tren, o en algún hotel. Una maleta como la de Port Bou. Pero eso sí, si pasara nunca sería igual, apenas es una quimera vanidosa. Allí la maleta abandona fue pareja con la muerte de su propietario, Walter Benjamin. Papeles emborronados de notas interminables, legados de esperanzas marchitas, de sueños opacos, de ideas promisorias.
Hay, sin embargo, otro tipo de mochilas que muchos cargan y que solo un preclaro observador es capaz de descubrir. Se reflejan en el rostro de las personas: una mirada perdida, el gesto adusto, unas ojeras flácidas; aquellas arrugas profundas, unos tics muy sutiles, el aire de abstracción permanente… Pero también se proyectan en el lenguaje corporal mediante una leve inclinación cervical, el andar cadencioso que reclama el pasamanos cuando se baja la escalera, la risa forzada en la tertulia social, el desgaste auditivo, la repetición de palabras, de ideas, el sueño discontinuo…
Diferentes macutos de contenido incierto y cuyo volumen es difícil medir: recuerdos inútiles, experiencias fallidas, traumas enquistados, oportunidades perdidas, promesas incumplidas, deseos obsesivos, ilusiones precarias. Contenidos variopintos inextricables que terminan generando un peso insoportable del que no hay un registro contable externo y cuyo abandono no resulta factible porque se han adherido de tal forma que se confunden con la existencia.

Hoy, mi equipaje es más liviano que nunca porque acumulo experiencias de supervivencia a veces amable y exitosa. La mochila que porto es la habitual, afectada por una querencia favorable a mis entresijos cotidianos. Confrontado sin atavíos al insomnio del vacío, al sinsentido de la mirada ausente, divago mentalmente mientras recorro solo el damero que dibujan las calles del centro de Mérida, que me recuerdan tanto a las de La Antigua, envueltas en un ambiente plúmbeo de bochorno. Desearía perderme para no tener que reconocer a nadie la levedad de mi vida, algo que resulta fácil porque la ciudad yucateca es muy plana y no hay referencias visuales, a diferente de lo que sucede en la de Guatemala, donde el volcán de Agua es un faro omnipresente que ayuda a estar siempre orientado. Cruzo una placita arbolada enmarcada por casas bajas enrejadas de colores intensos, donde el añil contrapuntea a la terracota. Poco a poco voy sintiendo cómo la desconfianza de otros se yergue amenazante ante mí, configurando una monumental carga, la más insólita, pero la más pesada, que, sin embargo, desaparece al doblar la esquina, al toparme con un cambio de luz imprevisto que marca el alejamiento de la tormenta y anticipa el crepúsculo.
Lágrimas en la lluvia
Hay esfuerzos que a la postre resultan vanos. Acciones edulcoradas que no tienen sentido en su inicio y cuyos resultados, luego, son decepcionantes. Planes que vienen lastrados desde que son pergeñados que no dejan de complicarse en su desarrollo y cuyo final es un desastre sin paliativos. Hay voces que terminan enmudeciendo hartas de forzar su volumen para que alguno de los sordos presentes en la reunión oiga algo. Miradas esquivas incapaces de sostenerse porque no ocultan sino una vergüenza profunda. Olores a podrido que se tapan con un manojo de hierbabuena del tiesto que casi nunca se riega.

Hay caras lánguidas que olvidaron el sentido de la emoción al empeñarse en mantener a toda costa el rictus de la seriedad. Gestos torvos amparados en el señuelo confuso de quienes saben que esconden el secreto de su existencia. Muecas sinceras de hastío absortas por el fragor de la discusión del gentío. Sí, hay también lágrimas cuando arrecia la lluvia que se disimulan a pesar de los hipidos.
Me cuesta concentrar la atención durante la conferencia. Es posible que el hecho de tener que intervenir a renglón seguido sea el causante de tal desatino que me incomoda. No es solo la falta de respeto ante quien está en el uso de la voz, como se dice en México, es también porque el tema anunciado me interesa. Pero ya lo he olvidado. Por eso sus palabras me llegan como una sinfonía configurando sonidos hueros de significado. Son pequeñas vibraciones en las que paulatinamente detecto componentes guturales que se unen a un profuso seseo.

A pesar de la aparente florida oratoria el sentido del discurso me resulta ajeno. Vocablos que resbalan concatenados sin significado alguno. Sin embargo, mi semblante permanece atento, fija la mirada en el estrado, en sus labios. Un ligero rictus de condescendencia, más que de aprobación, acompaña a mi pose. La imagen prístina del intelectual inmaculado. La compañía perfecta en el acto multitudinario que sanciona, con la mera presencia, el valor de lo expuesto.
Avanzo entre una multitud de desconocidos. Pareciera que se mueven al unísono en dirección a un rincón del recinto cuya relevancia ignoro. He sorteado ya al rezagado que permanece ensimismado pese a los gritos de urgencia de sus conmilitones. Deprisa, deprisa. Mi memoria me lleva a aquel otro acto que suponía la última oportunidad que tenía de asistir a un evento para tratar de saldar una deuda con mi maestro al que prometí que no dejaría de ir cuando tuviera oportunidad. Aquel era el día. Pero solo recuerdo que sostenía el paraguas con la mano izquierda mientras sacaba la billetera con la derecha de la que sobresalía el billete exacto. La lluvia, a diferencia de hoy, había arruinado el paseo que quería haber dado para llegar a aquel lugar. Sin embargo, sí recuerdo que, molesto por el cambio de planes, entré en la gran sala. La belleza lo invadía todo y enseguida se impuso sobre mi estado de ánimo. Entonces entendí lo que me quiso decir, su insistencia en que asistiera. Las lágrimas invadieron mi rostro, pero dentro no llovía al igual que hoy.
La nostalgia
Leo en un ensayo de Mark Lilla que los reaccionarios de hoy son exiliados del tiempo que han descubierto que la nostalgia puede ser una motivación política poderosa, quizá más vigorosa que la esperanza, puesto que esta puede verse defraudada, pero aquella es irrefutable. La militancia de esta nostalgia es lo que hace del reaccionario una figura claramente moderna, no tradicional. Hay dos elementos que interactúan con sutileza en este escenario: el hecho de que la nostalgia abreva en el ámbito de las emociones y que, habida cuenta de que sus supuestos se basan en una determinada versión de lo acontecido, el relato sobre el que se asienta puede ser objeto de cierta elaboración.

Escucho su soliloquio durante una tarde de finales de verano. Habíamos quedado para charlar, para repasar lo que había sido el curso recién acabado y evaluar los avatares del que está comenzando. Aunque su oficio no es el docente, el calendario académico tiene tal consonancia con el ciclo vital que hemos ido aceptando que se adapta a cualquier otra ocupación profesional. Pero no es una conversación, pues yo no despego los labios, solo cabeceo como muestra de aprobación y, a veces, suelto un leve sonido gutural que no sé si es de sorpresa, de aprobación o de hastío. Conozco relativamente bien su vida y lo que me cuenta casa poco con lo que hasta hoy pensé que eran sus hitos más relevantes. Pienso que, por integridad, en algún momento debería parar el monólogo.
Rebusco en mi memoria hasta encontrar el término “invención de la tradición”, quiero elaborar con este un ejemplo sobre cualquier asunto, que a todas luces ahora mismo sería banal, para que con su exposición pudiera reconocer que está comportándose de la misma guisa. El nacionalismo ofrece montones de ejemplos, pero encuentro que son demasiado sofisticados. El contencioso catalán siempre puede ser una buena excusa, pero enseguida reconozco que es abrir una caja de Pandora con consecuencias que no quiero asumir. No es que se trate de una persona afecta en exceso al nacionalismo, pero estoy seguro de que si lo saco a colación no servirá para que se aplique el cuento al relato imaginario que me está recitando, sino que se desviará al sempiterno rosario de agravios acumulados.

Agotado por la cháchara percibo en mi interior una tenue pulsión que va creciendo paulatinamente. Siento que emerge un recuerdo de una tarde de septiembre de hace medio siglo cuando, habiendo quedado atrás la etapa escolar, contaba los días para ingresar en la Universidad. Quizá sea otra emplazada pocos años después antes de viajar a Brujas. En cualquier caso, se confronta la imagen del entonces ilusionante futuro promisorio con la del temor al fracaso, la inseguridad ante un horizonte desconocido e incierto. Un aluvión de intensa nostalgia se adueña de mí, a la vez que me viene a la memoria la frase que en La gran belleza puso Sorrentino en boca de uno de los protagonistas: “¿Qué tenéis contra la nostalgia? Es la única distracción que le queda a quien ha perdido la fe en el futuro”.
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