El quinto jinete

En enero de 2020, un tiempo hoy alejado una eternidad, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, señalaba que había “cuatro jinetes” que representaban sendas amenazas para nuestro futuro común: las tensiones geoestratégicas globales “más intensas que hayamos presenciado en años”; una crisis climática existencial; una profunda y creciente desconfianza mundial; y “el lado oscuro del mundo digital”. Ocho meses después, en la 75ª reunión anual de la Asamblea General, celebrada por primera vez en su historia telemáticamente, se dirigía a un hemiciclo insólitamente vacío, “uno de los lugares más extraños de todos”- como él lo definió-, para añadir un quinto jinete que si entonces estaba “al acecho en las tinieblas” su expansión por todo el orbe no hizo sino aumentar “la furia de cada uno” de los otros cuatro.
Para Guterres la COVID-19 era “una crisis como ninguna otra que hayamos visto” que evidenciaba las fragilidades del mundo: las desigualdades en aumento, la catástrofe climática, las divisiones sociales cada vez más profundas, la corrupción desenfrenada. Un virus microscópico actuando en todas las direcciones ponía “de rodillas al mundo” y evidenciaba dos circunstancias: que “el populismo y el nacionalismo han fracasado [pues] usados como enfoques para contener el virus, muchas veces han llevado a un empeoramiento palpable”; y que, con demasiada frecuencia, hay una desconexión entre liderazgo y poder. “Vemos ejemplos notables de liderazgo, pero no suelen estar asociados con el poder. Y el poder no siempre lleva asociado el liderazgo necesario”.

Su voz firme brindaba el recuento más esclarecedor del presente: “El mundo necesita un alto el fuego global para detener todos los conflictos “calientes” … debemos hacer todo lo posible por evitar una nueva Guerra Fría… no puede permitirse un futuro en que las dos mayores economías creen una Gran Grieta que divida el globo… Una brecha tecnológica y económica corre el riesgo de convertirse inevitablemente en una brecha geoestratégica y militar”.
Lejos de quedarse en el balance Guterres avanzaba una estrategia promisoria: “No podemos responder a esta crisis volviendo a lo de antes o refugiándonos en nuestro caparazón nacional”. Para superar las fragilidades y los desafíos actuales se necesita más cooperación internacional, fortalecer las instituciones multilaterales, y una mejor gobernanza global, “no una caótica ley de la selva”. Urge un Nuevo Contrato Social a nivel nacional y un Nuevo Acuerdo Mundial a nivel internacional. El primero para construir sociedades inclusivas y sostenibles efectuando la transición hacia la energía renovable. El segundo, arraigado en una globalización justa y que remedie las injusticias históricas de las estructuras de poder mundiales, para asegurar que los sistemas políticos y económicos mundiales provean los bienes públicos mundiales críticos.
Las palabras de Guterres fueron un aldabonazo ético frente a buena parte de las intervenciones de los jefes de Estado que supusieron un recuento muchas veces banal de sus quehaceres en el último año y una retahíla de promesas fútiles de su gestión para el periodo entrante. Unos relatos oficiales que chocaban con la realidad de un mundo ya entonces insoportablemente incrédulo. Tres años más tarde en la Asamblea General de 2023 el tono ha sido aun más sombrío: “Confrontamos una serie de amenazas existenciales, desde la crisis del cambio climático a las tecnologías disruptivas, y se da en un tiempo de transición caótica… El mundo ha cambiado, nuestras instituciones no… La democracia está amenazada. El autoritarismo avanza. Las desigualdades están creciendo. Y el discurso del odio se incrementa…”
Las caras del miedo

De pronto un sentimiento que parecía relegado a la sinrazón, que se concedía como patrimonio de la niñez o de alguna situación de minusvalía se adueña del espacio. En torno a las elecciones norteamericanas de 2020 los sondeos de opinión señalaron que el 96% de los votantes demócratas y el 89% de los republicanos decía que si ganara su rival “sentirían miedo”. La polarización afectiva es un escenario habitual en la política donde la lógica amigo-enemigo desempeña un papel relevante, pero otra cosa es la parálisis que provoca el temor profundo del desasosiego que genera el otro.
Asimismo, quienes han vivido bajo una dictadura lo saben bien asumiendo el clásico dicho de que en una democracia solo el lechero llama al timbre de casa a una hora temprana pues bajo un régimen autoritario la patada en la puerta podía acontecer a cualquier hora de la noche. Tomás Hobbes sabía mucho de ello y construyó su pensamiento en torno al miedo a través de una implicación doble en la que el temor se asfixia y da forma a la vida humana: el miedo entre las personas está en el origen del bien común a la vez que el poder soberano es la fuente del miedo que siente la gente.
En Santa María Cahabón (Guatemala) hay 190 poblados, de los cuales 130 están en la categoría de caserío y 12 aldeas. Las proyecciones demográficas dan cuenta que el municipio cuenta con 69.107 habitantes. Tras el paso del huracán Eta se estima que más de la mitad quedaron incomunicadas en los poblados más alejados de la zona urbana del municipio. Durante días resultó imposible llegar hasta las comunidades afectadas por derrumbes porque el caudal del río Cahabón lo impide. Sus habitantes tuvieron miedo.

En Arguineguín, municipio de Mogán (Gran Canaria), se hacinan centenares de personas que llegan en pateras y cayucos. Desde la perspectiva europea es un botón de muestra más de la llamada “crisis migratoria” que requiere, dicen las autoridades, “de implicación y de solidaridad”. Las condiciones de vida del campamento erigido improvisadamente son lamentables y atentan contra la dignidad de los allí alojados. La cuestión se plantea desde la perspectiva de la inmigración ilegal y de la necesaria lucha contra las mafias que la manejan. Sin embargo, el miedo es el protagonista oculto que se ceba en quienes navegan al socaire de embarcaciones precarias y se prolonga hasta donde son confinados.
Las cifras se enredan. Dos terceras partes de los fallecidos por la COVID-19 tuvieron más de ochenta años, pero la tasa de letalidad de ese grupo etario fue de uno de cada diez entre los infectados. Las decenas de miles de muertos en las residencias de mayores desplegaron un manto de ansiedad que cubrió a sus moradores hasta llegar a una situación particularmente depresiva. Si la vejez, como agotamiento de las expectativas y disminución de la energía vital, supone la entrada en una etapa de turbación la pandemia provocó una solitaria agitación pavorosa.
El Salvador

El 16 de noviembre de 1989 fueron asesinados con premeditación y alevosía en el recinto de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) de El Salvador ocho personas. En medio de la guerra civil que devoraba al país y en el seno de lo que a la postre sería la última gran ofensiva de la guerrilla en la capital, un pelotón del ejército sacó violentamente de la casa rectoral a seis jesuitas (cinco de ellos españoles por nacimiento) y a dos mujeres (madre e hija) trabajadoras que allí se encontraban disparándolos seguidamente hasta su exterminio. El brutal suceso, uno más en la locura desencadenada en el país hacía varias décadas, pero intensificada en la última, fue un hito. En la comunidad internacional se intensificaron las acciones para promover un proceso de paz que se saldaría tres años después, cuando el final del socialismo real fuera una realidad en el mundo y el avispero salvadoreño viera agotadas las energías de los actores en liza en una situación de claro empate.
Como bien es conocido, uno de los ejercicios más complejos que siguen a la continuación de un conflicto es el cierre aceptable por las partes de las secuelas de este. El manejo de la memoria, en la que se incluye la reparación a las víctimas, constituye un eslabón fundamental de la denominada justicia transicional. También lo es, como no podía ser de otra manera, el abordaje de los crímenes de lesa humanidad y de guerra donde, bajo la siempre lenta y procelosa senda que trazan los procedimientos, la cooperación internacional es una baza indispensable. Los juicios de Núremberg y de Tokio iniciaron una compleja andadura con avances y retrocesos, dudas y certezas, hasta culminar en la Corte Penal Internacional creada en 1998 con sede en La Haya. Los genocidios en la antigua Yugoslavia y en Ruanda fueron dramas que aceleraron una puesta en marcha que tuvo que lidiar con la casi permanente desafección de Estados Unidos.

A pesar de los pasos dados en la Audiencia Nacional española con el juicio contra 17 militares salvadoreños señalados como presuntos autores intelectuales y materiales de la masacre con delitos de asesinato y proposición y conspiración para actos de terrorismo, hasta la fecha los autores intelectuales siguen en la más absoluta impunidad. La muerte de personas inocentes que dedicaron su vida a defender a los pobres, a impulsar la justicia social y promover el bien común desde la razón y el conocimiento académico no puede quedar impune. Sin embargo, hoy Nayib Bukele, para quien los acuerdos de Paz fueron pura morralla, denosta todos estos esfuerzos en la espiral de la sinrazón en que se halla enquistado donde solo hay una verdad, la suya.
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